Costa Sacate, un rincón de tranquilidad en un país agitado. Este pueblo cordobés de menos de dos mil habitantes ha sido testigo de una epopeya empresarial que ha marcado la vida de muchas generaciones. En una esquina, que a estas alturas se ha convertido en una leyenda, se encuentra Casa Cappellón, el almacén de los siete siglos. Un negocio que es mucho más que un negocio: es un símbolo de trabajo, dedicación y también de amor.
Todo comenzó en la década del 40´, cuando un joven emprendedor decidió enfrentar el destino con la determinación de quien sabe que el futuro es incierto pero lleno de posibilidades. Su nombre era Evaristo Cappellón, y su viaje no empezó en un lujoso despacho ni con un plan de negocios sofisticado, sino en un humilde carro y un caballo que le habían prestado para que pudiera salir a vender por los campos de la zona.
Era un tiempo de necesidades y desafíos, tras la trágica pérdida de su padre, quien falleció al caer de un andamio mientras trabajaba. Evaristo, con menos de 20 años, tomó el timón de su vida y decidió ofrecer tela en su carro, un acto que marcaría el inicio de una saga familiar. “Salía en el carro a ofrecer telas. Además comparaba en el campo lo que encontraba para después venderlo”, recuerda su hijo Carlos, de 72 años.
En 1952 el hombre alquiló un pequeño local en Costa Sacate y montó por fin su primer negocio, aunque sin dejar el carro todavía. Carlos cuenta que había poquitas cosas en el local. “Para que no se notara tapaba los estantes con cajas vacías”, dice. “Después vendió el carro y compró un Ford A que no podía arrancar nunca”. Evaristo pasó muchos años ahí, hasta que comenzó a alejarse del trabajo por problemas de salud. Entonces ya había comprado la propiedad. También hacía varios años que Carlos se había involucrado en el negocio, hasta hacerse cargo junto a su esposa Liliana Ahuir (68).
La historia de Casa Cappellón
Con los años la tienda comenzó a expandirse y el negocio se convirtió en un punto de referencia no solo para los habitantes de Costa Sacate, sino también para clientes de pueblos y ciudades cercanas.
Sin embargo, la historia no estuvo exenta de desafíos. En 1973, una intervención gubernamental irregular llevó al negocio a una situación crítica, obligando a Carlos y a Liliana a empezar de nuevo. Tras ese episodio el matrimonio decidió volcarse más al rubro ferretería y menos al de almacén. A pesar de estos contratiempos, la familia se mantuvo firme.
También hubo que sortear la separación de los padres de Carlos, que impactó de lleno en la organización del negocio. “Quedamos con muchos problemas. No sabes lo que trabajamos con Liliana. Veo las fotos acá (en el escritorio de su oficina) y me dan ganas de llorar. Arrancábamos a las 7 y terminábamos a la madrugada. Era un lío”, resume.
En ese tiempo se habían quedado sin vehículo para el reparto y el padre de Liliana les prestó dinero para comprarse uno. De a poquito fueron ordenando y poniéndo al día el negocio. Hasta que vinieron tiempos mejores.
En 1995 decidieron renovar el local con una visión de futuro. La reforma incluyó ampliaciones, una modificación en la fachada y un nuevo mobiliario, marcando un nuevo capítulo en la historia del comercio.
En esa década también habían logrado diversificarse, comprando algunos camiones que cuando estaban desocupados utilizaban para viajar al norte a buscar postes, tejidos y varillas para el negocio. Fue un tiempo de expansión, donde ofrecían productos que no había en otros comercios de la zona.
Carlos y Liliana dicen que la fidelidad de los clientes ha sido uno de los pilares del éxito. Pero claro, no llegó sola. La consiguieron ofreciendo productos de calidad. A lo largo de los años también han mantenido una política de trabajo y seriedad.
Carlos cuenta que una vez le ofrecieron una pintura económica, que finalmente compró. Antes de ponerla a la venta la probó en su casa. Como según él no servía, la tiró. “No le podía vender a los clientes algo que yo no usaría en mi casa”, dice levantando los hombros.
Creen que otra clave para perdurar tantos años fue lograr llevarse bien entre ellos en el trabajo. Y largan el secreto: discutir de los problemas del negocio en el negocio, pero fuera de la hora de trabajo. “No los dejamos entrar a casa”, dicen.
El cartel más triste: “Se Vende”
Hoy, después de 72 años de trabajo ininterrumpido, el negocio está en venta. Carlos y Liliana, a pesar de la tristeza que esto les provoca, están decididos a dar un nuevo paso en sus vidas. Con 72 años a cuestas, Carlos sueña con nuevas actividades, como viajar o dedicarse a proyectos personales. Liliana (68), por su parte, imagina un futuro en el que pueda disfrutar de pintar y pasar tiempo con sus seres queridos.
La decisión de vender no ha sido fácil. La tienda, que ha sido el centro de sus vidas durante décadas, guarda un valor sentimental que trasciende el dinero. Sin embargo, ambos están convencidos de que es el momento adecuado para pasar el relevo a una nueva generación, alguien que pueda aportar la frescura e innovación que el negocio necesita.
Y es así. La tienda sigue manteniendo una política de venta en efectivo. “Acá no hay QR, ni Mercado Pago, ni transferencias. Eso es un mundo para nosotros”, señalan.
Próximamente Casa Cappellón ya no será atendida por Carlos y Liliana, pero el “almacén de los siglos” quizás encuentre nuevas manos que mantengan vivo su legado por varios años (¿siglos?) más. La historia continuará.