Hay historias que trascienden el tiempo. Que se cuentan de generación en generación. Y que, a pesar del paso de los años, siguen resonando aún con mucha intensidad. Una de esas historias es la de La Abuela Valentina, el mítico boliche de Río Segundo.
Todo comenzó en 1968, cuando Raúl Tomasini, un joven soñador y emprendedor de la ciudad, que entonces tenía 19 años, decidió vender su auto (un Ford modelo 1932) para montar un bar. Ese dinero le alcanzó para comprar 15 mesas y 60 sillas. “A la heladera la saqué al fiado”, dice Raúl haciendo una mueca pícara con la boca.
Todo fue a parar a un local alquilado de calle Marconi, donde antes había funcionado la caja de crédito. El 11 de octubre de 1968 quedó inaugurado el bar La Abuela Valentina. Ese día Raúl comenzó la aventura de su vida, y se dio inicio a un legado que marcaría a varias generaciones de noctámbulos y amantes de la música.
En esa época los jóvenes de Río Segundo y de la zona tenían como diversión asistir a los cumpleaños de 15 o a los bailes que se realizaban en las sociedades italiana y española. “Los más arriesgados solían viajar a Córdoba o Villa del Rosario”, cuenta la historiadora local Mita Tábares.
Entonces Raúl tuvo su primera epifanía: sacar las mesas del bar afuera y hacer lugar en el local para que la gente pudiera bailar. La idea prendió.
Al tiempo alquiló el segundo piso del local, lo conectó con la planta baja a través de una escalera caracol, y armó una pista de baile. “Cuando empecé poníamos la pila de long play en un tocadiscos Winco y con eso bailaba la gente”, dice.
El lugar fue un éxito, tanto que le permitió comprar el terreno donde después funcionaría el edificio emblemático de La Abuela Valentina: en calle Sarmiento 768, al lado de la empresa de telecomunicaciones Entel.
La Abuela de todos
Por varias décadas La Abuela Valentina (en honor a la abuela paterna que Raúl no alcanzó a conocer) fue el epicentro de la diversión. Su fama se extendió mucho más allá de la ciudad de Río Segundo: “Iba gente de todos lados”, asegura Raúl. Y cuenta que Incluso llegaban muchas personas de la ciudad de Córdoba, pese a la gran oferta nocturna que en ese tiempo ya existía en la capital.
Para atraer a los capitalinos, Raúl hizo una alianza estratégica con la empresa de colectivos Malvinas Argentinas. Y logró que mostrando la entrada del boliche sellada los pasajeros no tuvieran que pagar el regreso a Córdoba.
El boliche, con su imponente salón de 330 metros cuadrados (solo comparable con los boliches de Bariloche), era un espectáculo en sí mismo. Llegó a tener tres pisos. Los jóvenes solían perderse dentro del lugar.
Tuvo varias pistas de baile, incluyendo una dedicada exclusivamente a los lentos, que funcionaba toda la noche.
Otra curiosidad fueron los reservados. Se trataba de un lugar con poca luz y sillones a donde llegaban las parejas. Algunos curiosos solían pasar por ahí a ver quiénes estaban.
Ya en la década del 90 se construyó otro ícono: la barra redonda, que se convirtió con el tiempo en un punto de encuentro.
El modelo Valentina
En esa década también se comenzó a utilizar un láser. Fue algo disruptivo para la época. “Me costó 120 mil dólares”, recuerda Raúl, y marca algo del rumbo del lugar: inversión e innovación permanentes.
Dice que su idea todo el tiempo era mejorarlo. Y cuenta que a veces hacía hasta dos inauguraciones por año de algún sector nuevo del boliche. “La premisa de La Abuela fue darle a la gente cosas diferentes constantemente”, señala. Para algunas de esas inversiones tomó créditos, que le gestionaron sus amigos.
Ese afán de mejorar lo llevó a demoler un cine que había montado al lado de la discoteca y que terminó anexado al boliche.
Entre dos mil y tres mil personas se reunían allí todos los sábados, buscando diversión, música y porque no la posibilidad de un amor. El lugar fue testigo del inicio de incontables romances. Con el paso del tiempo, los hijos de esas parejas regresaban para vivir sus propias historias, en el mismo boliche donde sus padres se habían conocido.
Por La Abuela pasaron muchísimos personajes famosos. Para cada aniversario se llevaba al galán del momento. Estuvieron Arturo Puig, Rolando Rivas, Carlos Calvo, Jorge Mayorano, Juan José Camero y Jorge Martínez, entre tantos otros.
La noche oscura: el estallido del balcón
La historia del boliche no estuvo exenta de momentos difíciles. Pero hubo uno que muchos años después marcaría su final: la caída de un balcón, ocurrida el 28 de octubre de 1988.
Los recuerdos de aquella noche aún sobrevuelan la mente de algunas de las víctimas de esa tragedia. Una joven fallecida y varios chicos heridos fue el saldo del desplome del balcón. Alrededor de las 3 de la madrugada el balcón cedió, aparentemente porque había demasiada gente en él, y una joven de 20 años falleció. Algunos de los heridos sufrieron lesiones graves.
Era una noche linda, suelen contar los que fueron. Dicen que adentro del lugar hacía calor, por eso muchos optaron por usar el balcón para tomar un poco de aire.
La familia de la joven fallecida y la de otros heridos iniciaron un reclamo al dueño del boliche, quien tuvo que resarcirlos económicamente. Tomassini enfrentó 35 juicios.
Aunque el lugar permaneció abierto muchos años más, finalmente esa tragedia marcó su final. Para enfrentar el costo de las demandas civiles el dueño del boliche debió desprenderse de varios bienes. Finalmente La Abuela terminó con una quiebra. Y una faja en la puerta, colocada por un martillero público: “Cerrado”. Fue en octubre del 2000.
Tristeza y nostalgia
La noticia de su desaparición resonó con fuerza entre quienes habían sido parte de su historia, generando una mezcla de tristeza y nostalgia. Su cierre marcó el fin de una era. Aunque su legado seguro perdura en la memoria de quienes vivieron sus noches más felices allí.
Una anécdota vivida por Raúl Tomassini hace unos años en la ciudad de Córdoba quizás sirva para entender el impacto de aquel boliche en la gente: “Me subí a un taxi. Era un tipo parlanchín, como tantos taxistas. Me preguntó a qué me dedicaba. En eso le conté lo de La Abuela. Se dio vuelta y exclamó ¡Usted fue el dueño! Cuando llegamos a destino no me quiso cobrar. Me dijo que lo tomara como compensación por los momentos felices que había pasado en el boliche”.
Aunque las luces se apagaron, y la música se detuvo, es probable que el espíritu del lugar continúe resonando en el corazón de quienes lo conocieron.
Todavía hoy el edificio permanece como el símbolo de una época. Como un recordatorio de que algunos lugares nunca dejan de existir, aunque sus puertas se hayan cerrado hace mucho tiempo, y para siempre.