El gobierno nacional presentó, en momentos de la última extensión de la reclusión sanitaria, algunas ideas liberalizadoras, pero les arrojó a los gobernadores la última palabra sobre su implementación. Como dijimos desde esta columna el 28 de abril, el presidente reservó para sí la cuarentena buena, dejándoles las malas noticias a los mandatarios del interior.
Estos asumieron posiciones dispares, a tono con la progresión de la pandemia en sus provincias y, también sea dicho, con las presiones de diferentes sectores. El resultado es una geografía nacional que, por estas horas, comienza a mostrar un caleidoscopio de situaciones respecto del aislamiento.
A medida que comienzan a aparecer excepciones a la rígida regla de los sanitaristas surgen, como es inevitable, ganadores y perdedores. A comienzo de las restricciones se aceptó que algunas actividades esenciales continuasen funcionando. Así, supermercados, almacenes, estaciones de servicios o industrias vinculadas a la producción de alimentos mantuvieron un ritmo de trabajo razonablemente normal mientras el resto de la economía se resignaba a una parálisis tan inédita como ominosa.
En un primer momento, los damnificados por la medida (se entiende, los económicamente perjudicados) se prestaron dócilmente al sacrificio de sus negocios. Había un bien superior que preservar. Pero, a medida que surgían actividades autorizadas con el transcurso de las semanas, el malestar comenzó a expandirse, esto sin considerar las consecuencias anímicas de un encierro tan prolongado.
Dejando de lado los espectáculos públicos, que necesariamente suponen altas concentraciones de gente en espacios relativamente reducidos, los comerciantes asumen que están en el último lugar en la lista de las flexibilizaciones. Y esto los desespera. Cuando irrumpió el Covid-19 la situación del sector ya era lo suficientemente mala como para preocuparse; ahora es casi terminal. El comercio no parece tener defensores claros en las cadenas de decisiones de los diferentes niveles de gobierno.
Esto explica una serie de rebeliones que los comerciantes practicaron en diferentes ciudades del país en los últimos días. En Salta, la organización Comercios Unidos de Salta presentó un protocolo basado en el utilizado en Jujuy para que el gobernador Gustavo Sáenz los habilite a funcionar mientras que, en Santa Fe, la Federación de Centros Comerciales (FECECO) formalizó una impecable nota ante la provincia en el mismo sentido. “En su momento y con un criterio adecuado nos ordenaron cerrar, pero ahora tenemos que abrir” -urge la entidad santafesina- advirtiendo que “estamos en la misma tempestad pero no en el mismo barco” con que el gobierno navega las olas de la crisis. La metáfora es exquisita.
En Córdoba, como no podía ser de otra manera, sucedió algo similar. Ayer, la Red de Comerciantes Unidos anunció, por boca de su vocera, Tamara Sternberg, que los comercios del centro abrirán sí o sí el próximo lunes, independientemente de los anuncios que se aguardan el fin de semana. Evalúan desde la presentación de un recurso de amparo -que, descuentan, les sería favorable- hasta una desobediencia lisa y llana de las restricciones vigentes. “Nos fundimos y la realidad es que las pymes no vamos a existir más y, si no hay pymes, desaparece el 70% de la economía. Le pedimos a los gobernantes que nos escuchen. No estamos en contra de las medidas, pero (…) vemos oídos sordos. Somos demasiado mansos”, se lamentó Sternberg. El hecho de que la entrevista haya sido realizada en el prime time de Cadena 3 sostiene y amplifica convenientemente el reclamo.
Los comerciantes sublevados no quieren quedar fuera de la reactivación, si es que esta palabra resulta pertinente en el contexto de la economía argentina. Además, pueden argumentar que los supermercados (en definitiva, comercios de alimentos) tampoco han tenido infecciones, pese a haber estado siempre abiertos y atendiendo al público. La clave del éxito es haber respetado protocolos estrictos durante todo este tiempo. ¿Qué impide trasladar esta experiencia al resto del espectro?
La necesidad por retomar la normalidad se hace todavía más urgente al comprobar algunas estadísticas alentadoras. En primer lugar, la existencia de numerosas “zonas blancas” en diferentes geografías nacionales. En estas regiones el Coronavirus no ha dicho presente y, técnicamente, no existen motivos para porfiar con la cuarentena. En segundo término, el virus no parece ser demasiado letal y la curva de contagios se ha mantenido relativamente baja, con excepción de lamentables episodios en geriátricos. Finalmente, el fortalecimiento del sistema de salud en general, con mayor cantidad de respiradores y camas críticas que al comienzo de la crisis.
Desde el mostrador gubernamental se evalúan las decisiones a tomar. Por supuesto que nadie quiere ceder a una presión tan evidente y dar impresión de debilidad, pero también los funcionarios necesitan que la economía regrese a sus carriles habituales. La recaudación tributaria se ha desplomado en todas partes y crecen los reclamos para que se reduzcan los impuestos como una manera de paliar las penurias de la hora. Ningún ministro de hacienda quiere ceder en este punto dado que los gastos del Estado continuarán al alza, con o sin el virus. “Mejor reactivar que reducir” -se justifican. Sólo deben convencer al Comité de Operaciones de Emergencia (COE) u organización semejante de que ha llegado el momento de levantar el pie del freno.
Amén de que la necesidad tiene cara de hereje, tanto para los responsables de las finanzas públicas como para comerciantes tradicionalmente escrupulosos, la realidad contribuye a imaginar salidas alternativas. Hay cada vez más personas en la calle y locales abiertos, con las excusas más creativas. Todos parecen estar en la onda del delivery, desde la venta de ropa a la de electrodomésticos, aunque se trate de una realidad ficcional. Al principio, la policía podía vérselas con algunos cientos de inadaptados por día, pero no podrá hacerlo con decenas de miles la próxima semana. Las escenas que vienen de Europa, con gente en las calles festejando una especie de epifanía tras haber sufrido miles de muertes, alientan a que, por estas latitudes, también se considere que ha llegado el momento de volver a salir.
¿Aceptará Schiaretti, en el caso cordobés, a flexibilizar casi todo? La provincia depende, quizá como ninguna otra, de que su sector privado funcione a pleno porque la cantidad de empleados públicos sobre el total de la población es el de menor proporción en todo el país. Esto significa más o menos recaudación, conforme el mayor o menor nivel de restricciones que se le imponga. Es un equilibrio delicado, pero que es necesario reformular a la luz de lo que está sucediendo.
En el futuro próximo, el encierro obligatorio deberá ser reemplazado por protocolos estrictos. Los comerciantes argumentan que, así como la sociedad fue capaz de aceptar pacíficamente la cuarentena ante un peligro inminente, ¿por qué no obraría del mismo modo con las medidas que se establecieran para retomar la cotidianidad, por más exigentes que fueran? Quién puede lo más puede lo menos, razona la lógica; nunca mejor para aplicarla que ahora.