Los subsidios personales (pensiones no contributivas, AUH, Argentina Trabaja y tantos otros) exigen 135.000 millones de pesos al año y alcanzan más de 10 millones de personas, aunque el número exacto es en buena medida desconocido. Muchas de ellas, además, recurren a comedores comunitarios para alimentarse. Aunque todas las generalizaciones son malas, no es aventurado afirmar que muchos de los beneficiarios de planes sociales no han trabajado nunca en su vida adulta, al menos desde el punto de vista formal. Las estimaciones más conservadoras señalan que hay dos generaciones de argentinos pobres que no han necesitado tener un empleo para satisfacer sus necesidades de alimentación.
Esta realidad no impacta exclusivamente sobre las cuentas públicas. También lo hace sobre la cultura del trabajo de vastos sectores de la población y sobre las familias que perciben ingresos formales y deben cumplir obligaciones. Son cada vez más los casos en donde los beneficiarios de planes sociales cobran más -en términos reales e inclusos nominales- que quienes tienen trabajos registrados. Es un escenario tan inédito como peligroso que, en el fondo, ataca la propia noción de la educación como la principal herramienta de movilidad social.
Semejante contexto explica la creciente ola de cuestionamientos, tanto desde la oposición como del propio oficialismo, sobre la justicia -no ya la eficiencia- de este tipo de ayudas. Irónicamente, son algunos de los principales dirigente del Frente de Todos los más preocupados por la universalización de estos planes, Máximo Kirchner entre ellos. Sucede que estos son manejados por dirigentes piqueteros que los utilizan para movilizar verdaderos ejércitos privados al solo fin de lograr mayores montos e incrementar su influencia personal. Tal cosa no solo compromete la situación fiscal sino que representa una auténtica competición política con La Cámpora, el partido Justicialista y la propia CGT, los tres pilares ortodoxos de la coalición gobernante.
Es un hecho que el gobierno financia a agrupaciones piqueteras para que lo extorsionen (un caso paradigmático de síndrome de Estocolmo) y, también, para que disputen el poder a los cuadros políticos que lo sustentan. Esquizofrenia en estado puro que, en momentos tan aciagos como el presente, se transforma en un verdadero desafío para la gobernabilidad.
No obstante estas prevenciones, nadie parece agarrar el toro por las astas. Dejando de lado los genéricos propósitos de transformar los planes actuales en subsidios al trabajo privado, el kirchnerismo considera que aquellos son parte de su identidad, quizá el último baluarte de la cruzada redentora que imaginó Néstor en el ya lejano 2003, cuando los superávits gemelos permitían los desvaríos más rutilantes.
Por esta razón sorprendió que el propio Papa Francisco -un ideólogo en las sombras del gobierno- se despachara ayer en contra de los subsidios en un mensaje que dirigió a los empresarios nucleados en el coloquio de IDEA. Dijo, textualmente, que “no se puede vivir de subsidios, porque el gran objetivo es brindar fuentes de trabajo diversificadas que permitan a todos construir el futuro con el esfuerzo y el ingenio”.
Es una novedad interesante, al menos por dos motivos. El primero, porque Bergoglio parece anticipar el clima de fin de ciclo que viven las clásicas recetas kirchneristas, por decirlo elegantemente; el segundo, porque se advierte una lectura más sensata sobre la realidad económica argentina de parte del jefe de la iglesia católica.
Que Francisco intente despegarse del sino del Frente de Todos no debería sorprender. Ante todo, el Papa es un estratega. Puede que tenga ideas erróneas sobre como funciona el capitalismo, pero esto no contradice su capacidad de lectura de la realidad argentina. Y su diagnóstico, probablemente, sea el de la mayoría de los analistas: que el Gobierno se encamina a una derrota catastrófica en noviembre de la que conviene estar lejos.
Es una suerte que el Papa haya recordado la maldición bíblica sobre que “ganarás el pan con el sudor de la frente”, una regla que muchos en la Argentina pretenden hacer de cuenta que no existe. Pero crear trabajo no es una tarea mágica ni una simple cuestión de buena voluntad. Se pueden dar todas las palas que se desee a quienes no tienen el hábito de trabajar, pero esto no garantiza que se haga algo productivo con ellas. Es el mercado el que decide cuales empleos tienen mayor valor, cuales deben ser destruidos y que remuneraciones corresponde a cada responsabilidad.
Esto significa que, para que haya más trabajo y, con ello, radiar la ignominia de los planes sociales, se necesita más capital, más empresas y mayores inversiones. Para que esto suceda, naturalmente, es imprescindible contar con una economía estable, seguridad jurídica y horizontes políticos de largo plazo, requisitos completamente ajenos a las prioridades oficialistas y, justo es decirlo, a la ideología del pobrismo que, entre muchos otros progresistas, cultiva el sumo pontífice.
Vale decir que, más allá de la expresiones papales y los deseos de gran parte de los argentinos, liquidar el presente estatus quo de los planes sociales significa ingresar en un juego de suma negativa. La gran mayoría de los que pierdan estos beneficios no podrán reconvertirse en el corto plazo por la simple razón de que no hay empleo privado (se encuentra en los mismos niveles de una década atrás) y porque los conocimientos que requieren las nuevas posiciones laborales no existen entre quienes se han habituado a una existencia subsidiada por el Estado.
¿Qué dirán, en adelante, los piqueteros que se referencian en Francisco para justificar su interminable retahíla de reclamos por más planes y ayuda social? Por lo pronto, deberán recalcular. Juan Grabois, probablemente el más connotado entre ellos, tendrá que reperfilar su discurso y tratar de enfatizar la búsqueda del trabajo antes que la reparación de las injusticias a través del dinero contante y sonante que suministra el Estado sin ninguna contraprestación. En todo caso, se impondrá la reformulación de algunas estrategias históricas de parte de estos grupos dado que, luego de las legislativas, existirá una inédita presión social por corregir los desvíos más notorios del gobierno, la política social entre ellos. El horno no está para bollos y los subsidios forman parte de los agravios que muchos sectores están dispuestos a facturarles a Alberto y Cristina Fernández.