Covid-19 en el Mercado Norte, o para qué queríamos la cuarentena

(Por Pablo Esteban Dávila - Diario Alfil) La marcha atrás de la flexibilización de la cuarentena en la ciudad de Córdoba a raíz de la aparición de un caso de coronavirus en la zona del Mercado Norte obliga a hacer una pregunta incómoda: ¿para qué, entonces, la queríamos? Porque, debe convenirse, si habrá reacciones de espanto cada vez que se produzca algún contagio luego de tal o cual liberalización, lo mejor sería no flexibilizar nada hasta que alguien encuentre una vacuna y los sistemas de salud terminen por aplicarla a todos los argentinos.

Esta sería una opción deseable, desde luego, pero es totalmente quimérica, al menos por ahora. Pasará por lo menos un año más antes que la vacuna se encuentre disponible en el mercado para todo el mundo. Con suerte, podremos vacunarnos en el comienzo del otoño de 2021 e, incluso con semejante calendario, será todo un alarde de la ciencia y la industria farmacéutica. Mientras tanto, habrá que lidiar con el Covid-19 lo mejor que se pueda.

Esto retrotrae la cuestión a la pregunta inicial que, reformulada, interroga sobre la finalidad última que se tuvo en miras al implementar el aislamiento social, preventivo y obligatorio. ¿Se pretendía -como se dijo en algún momento- ganar tiempo para preparar el sistema sanitario para acoger a los casos más agudos? ¿O se quiso realizar un experimento social de enorme escala para congelar las relaciones sociales a la espera de un milagro?

La segunda posibilidad es un absurdo, por supuesto, pero algunas veces parece que ciertos funcionarios o sanitaristas se han enamorado del instrumento. Claro que la cuarentena es eficaz para detener la propagación de la pandemia, nadie discute esto; sin embargo, sus daños colaterales son también complicados. La parálisis económica y el malhumor del encierro forzado son consecuencias que están produciendo un inocultable malestar entre la población.

Es difícil que alguien salga a respaldar una cuarentena eterna; no obstante, también es complicado encontrar a quienes se animen a expresar públicamente que, en definitiva, todo se trataba de ganar tiempo, la supuesta tesis inicial de la medida.

¿Y cómo estamos al respecto? El panorama sería alentador. Un informe del portal La Política On Line dio cuenta, el pasado lunes, de que “la ocupación de camas de terapia intensiva en la Ciudad de Buenos Aires alcanza solamente el 8% del total de plazas previstas para coronavirus” y que, además, su sistema de salud pública “cuenta con 3793 camas de terapia intermedia (15% cubierto) y 2300 lugares en hoteles”, aun disponibles. Las cifras en Córdoba, no taxativamente conocidas, serían similares.

Tales números sugieren que ya existe capacidad para recibir a una buena cantidad de infectados que presentaran los cuadros más severos. Inclusive el presidente Alberto Fernández, anticipándose a este cuadro, hasta mandó a intervenir a una empresa cordobesa que produce respiradores artificiales para reordenar la demanda nacional sobre estos insumos, imprescindibles para la terapia de agudos. Por lo tanto, da la impresión de que el objetivo inicial se ha conseguido, por lo que la flexibilización no debería detenerse ante la aparición de nuevos casos. Después de todo, este es un riesgo aceptable pues, de lo contrario, no tendría sentido salir de la cuarentena estricta.

Es preciso aceptar, aunque cueste escucharlo, que muchos nos infectaremos porque, simplemente, no podremos seguir encerrados ad aeternum. De no matarnos el coronavirus, lo hará el hambre o las revueltas sociales. Esto no significa abandonar a su suerte a los grupos de riesgo, todo lo contrario. A ellos debería orientarse la actividad preventiva del Estado con todas las herramientas disponibles. Asimismo, habrá que acostumbrarse a protocolos estrictos para ingresar a comercios, lugares públicos o regresar a clases. Son molestias mínimas, aunque imprescindibles, atento a lo que está en juego.

Es por esta razón que el retroceso dispuesto por el Comité de Operaciones de Emergencias de Córdoba es una medida, cuanto menos, opinable. Los menos informados dirán que es necesaria, toda vez que hay que evitar la propagación del virus, pero quienes intentan pensar lógicamente, sin los clichés del tipo “vida versus economía”, tienen el derecho a sostener que está fallando un eslabón en la cadena de razonamiento. Y que este fallo puede contaminar lo que suceda en distritos más densamente poblados, como la Capital Federal o el gran Buenos Aires, ante situaciones similares a la vivida en el Mercado Norte.

Además, debe ponderarse que, una vez liberalizada tales o cuales actividades, será muy difícil retrotraerlas a la fase anterior. Simplemente, habrá una resistencia civil. Tal vez no sea violenta ni contestataria; adquirirá, de seguro, ribetes de desafío urbano, de baja intensidad. Comerciantes que no deberían tener sus escaparates al público ofrecerán, sin embargo, sus productos con la excusa del delivery y con persianas a media asta, como haciendo saber a sus clientes que están allí a pesar de las prohibiciones. Las autoridades podrán amenazar o enviar a la fuerza pública para forzar la obediencia, pero también ellas necesitan que la actividad regrese a cauces normales antes de que las cuentas públicas colapsen sin remedio. Es un equilibrio delicado y más inestable que nunca.

Así las cosas, es necesario actuar con realismo. Flexibilizar implica más riesgos de contagios, y tal cosa no debería mover a histeria. Si es cierto que, durante este tiempo, tanto la Nación como las provincias han adecuado sus respectivos sistemas sanitarios para hacer frente al pico de la pandemia, pues la sociedad tendrá que convivir con la idea de que las camas preparadas al efecto comenzarán a llenarse con personas que, probablemente, tengan altas chances de curarse. El Covid-19 tiene tasas de letalidad directamente proporcionales a los recursos disponibles en hospitales y equipos de salud. Si el tiempo ganado ha sido correctamente utilizado, estaremos listos para la batalla a la espera de una solución de fondo y, si esta no se produce, para lograr la inmunización de manada, que es el viejo artilugio de la humanidad para sobrevivir a las pestes antes de que las vacunas o los antibióticos hubieran sido inventados.

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