El artículo de Cornejo es el que llamó la atención. El presidente del radicalismo nacional y exgobernador de Mendoza es uno de los políticos más importantes de la actualidad. Es un dirigente formado, con el respaldo de buenos equipos técnicos y que acaba de finalizar una gestión exitosa en su provincia. Y, sin embargo, su pluma no destacó como lo es su costumbre.
Sin entrar en un análisis literario, Cornejo advierte que el actual liderazgo presidencial es una consecuencia del empoderamiento colectivo ante una coyuntura única, pero que oculta una vocación escasamente democrática en el culto a la unanimidad de opiniones que Fernández persigue por estas horas, lamentándose, entre otras cosas, de que el Congreso “siga sin funcionar” debido, precisamente, a este intento totalizador. Sin embargo, el mendocino concede que, dada la realidad por la que atraviesa el país, “la salud es más importante que la economía”.
Debe reconocerse que idea de que contraponer la unión nacional a la unanimidad de criterios es potente, pero existe la sensación de que faltó decir algo más en la columna que se comenta. Es como sí, frente a la pandemia y las decisiones que se han tomado, la oposición se hubiera quedado sin palabras o como si estas no le sobraran.
No es forzoso acordar con esto, por supuesto, pero, en honor a la verdad, debe reconocerse que se hace difícil hablar de Fernández y de su gobierno cuando, dentro del análisis, se introduce la variable del COVID-19. En rigor, primer mandatario ha hecho aproximadamente lo mismo que hubiera hecho el propio Cornejo de haber estado en su lugar, y que tal vez Mauricio Macri habría imitado de ser él quien tuviera las responsabilidades que desempeñaba hasta el pasado 10 de diciembre. Ser opositor, después de todo, no equivale a caer en la hipocresía.
Es un hecho que la pandemia, como toda crisis percibida como terminal, mueve a la unanimidad. No es, de por sí, un dato preocupante, excepto porque, en una democracia y como bien señala Cornejo, la unanimidad es contraria a la libertad. Las sociedades pueden sentir, ante una catástrofe o un desafío de la envergadura del coronavirus, que es necesario deponer las diferencias por un tiempo y tirar todos del mismo carro, pero ningún demócrata -especialmente si se trata de un opositor- debería dejarse embriagar, indefinidamente, por las promesas de la solidaridad nacional o de la “comunidad organizada”.
Es altamente probable que nadie, dentro de Juntos por el Cambio (de momento, la principal coalición opositora), se encuentre pensando el conceder un cheque en blanco al presidente más allá de la epidemia pero, por ahora, es difícil encontrar un vector que sintetice un discurso alternativo. El ala política de la entente -Bullrich, Cornejo, Macri y Negri, entre otros- lo intenta esporádicamente, aunque la percepción de que la opinión pública requiere sosiego limita los intentos de diferenciación.
Otra es la situación de los gobernadores opositores, incluido el Jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta. Todos ellos necesitan la mayor sintonía posible con Fernández. Deben coordinar políticas sanitarias con la Nación y, especialmente, participar en el festival la emisión monetaria con la que el presidente ha decidido financiar el enorme quebranto que implica el asilamiento social, preventivo y obligatorio.
Debe reconocerse que Fernández no ha hecho distingos con ellos. Dejando de lado el sectarismo tradicionalmente practicado por su mentora, ha consultado a todos los gobernadores antes de tomar sus decisiones más draconianas. Rodríguez Larreta, especialmente, ha logrado cultivar una relación que, al menos desde el punto de vista estético, trasciende la colaboración interjurisdiccional. Tampoco Rodolfo Suárez (Mendoza), Gerardo Morales (Jujuy) o Gustavo Valdés (Corrientes) tienen motivos para quejarse. Cuando, por ejemplo, el primero le solicitó que la cuarentena no se aplicara a las actividades de la vendimia -la madre de la economía mendocina- el presidente accedió de inmediato. En esta etapa política, ni Fernández quiere confrontarlos ni aquellos el hacerle frente.
Dado el contexto, es difícil imaginar como y cuando podría llevarse a cabo el desacople entre oficialismo y oposición que un sistema republicano requiere para funcionar eficazmente. El COVID-19 ha puesto en reclusión a la política en su conjunto y quienes militan en la vereda de enfrente son sus auténticos daños colaterales. Las encuestas de opinión, para agravar este desamparo relativo, se muestran proclives al presidente, en tanto que el reciente escándalo por compras de alimentos con precios muy por encima de los que el gobierno obliga a venderlos en supermercados y almacenes apenas ha hecho mella en su prestigio, recientemente adquirido.
Hay algunas cuestiones que, tarde o temprano, deberán abordarse y que podrían redundar en un impulso para Juntos por el Cambio. Fernández ha dictado un récord de Decretos de Necesidad y Urgencia que el Congreso todavía no convalida porque sus autoridades no aciertan a reanudar sus sesiones. La emergencia ha servido de cobertura a compras sospechosas, en tanto que, desde la bancada que conduce Máximo Kirchner, se impulsa un impuesto a las grandes fortunas que, a todas luces, se antoja un despropósito. Por otra parte, en la Casa Rosada no parece existir vocación por modificar el inextricable sistema impositivo argentino, como así tampoco la presentación de un plan económico en regla con el cual salir adelante luego de superada la crisis sanitaria. No son asuntos menores, que requieren de voces autorizadas y plurales.
No obstante, estas tardarán un tiempo más en hacerse sentir. No solamente porque el coronavirus exige prudencia a toda la clase política, sino porque, además, la opinión pública ha trazado un cordón sanitario para aislar las desavenencias, privilegiando la capacidad de acción del Poder Ejecutivo por sobre quienes pretenden una agenda diferente. Son realidades de una densidad tal que, por más esfuerzo que la oposición concentre en encontrar su propio camino en medio de esta jungla de alcohol en gel, reclusiones forzosas y respiradores artificiales, será complicado deconstruirlas con palabras que, por mucho que se intente, se han vuelto más esquivas que nunca.