La situación es, hasta cierto punto, inédita. Hay una crisis política en ciernes desatada por la decisión del presidente de cerrar las escuelas en el AMBA por, al menos, quince días. Esta crisis se corporiza principalmente en la ciudad autónoma de Buenos Aires, pero puede extenderse con velocidad del rayo hacia buena parte del conurbano bonaerense. Hoy es un día clave para entender sus alcances.
Las manifestaciones del malestar porteño hacia las nuevas restricciones fueron precoces. Tan pronto se conocieron, hubo cacerolazos de padres y alumnos demandando continuar con las clases presenciales. Ya hay movidas en las redes sociales para promover nuevas manifestaciones antigubernamentales. Hay colegios que han hecho saber que abrirán las puertas pese a la prohibición. Horacio Rodríguez Larreta se puso decididamente al frente de las protestas, un extremo que no logró desactivar la reunión que mantuvo con Alberto Fernández el pasado viernes. De hecho, el mismo día hizo una presentación ante la Corte Suprema de Justicia procurando que se revierta esta decisión.
Precisamente como respuesta a una presentación de padres, docentes, alumnos y ONGs, ayer la Cámara de Apelaciones en lo Contencioso Administrativo de la ciudad de Buenos Aires resolvió que continuaran las clases presenciales, porque el DNU que las canceló sería inconstitucional. Básicamente, los argumentos del tribunal consisten en que la Nación no puede disponer cuestiones de política educativa a través de un decreto porque no forman parte de sus atribuciones. Sólo las provincias (CABA equivale a una de ellas) pueden reglar estos asuntos. En consecuencia, las burbujas educativas concurrirán hoy a clases como si nada hubiera sucedido.
Habida cuenta las reacciones provocadas por el inconsulto decreto presidencial, el decisorio de la Cámara sería una buena excusa para que bajase la espuma. Alberto solo debería acatarlo -aunque lo hiciera de mala gana- y aguardar a que Axel Kicillof se apresurase a ratificar que las clausuras dispuestas son, también, decisiones de su propia administración. Con esto se lograría desescalar las hostilidades ya iniciadas. Sin embargo, no es claro que Fernández decida hacer lo que la prudencia le sugeriría que hiciera.
La razón puede parecer impropia de altas responsabilidades de gobierno, pero no puede ser soslayada. Simplemente, los K asocian las vacilaciones con la claudicación. Aceptar el fallo de la justicia sería interpretado como una debilidad ante otro caso de lawfare y tal cosa, especialmente para el ala dura del Frente de Todos, resulta inadmisible. Para esta visión, los jueces al servicio de las corporaciones no solo quieren poner a Cristina tras las rejas sino también decirle al oficialismo como debe gobernar.
El gobernador de Buenos Aires también requeriría una cuota adicional de sangre. Es él y no Fernández quien decidió ponerle coto a la presencialidad escolar. Se sabe que el presidente solo puso la firma a una exigencia de su parte. Si, alegando cuestiones de respeto a la división de poderes (un concepto que le resulta ajeno) Fernández decidiera no continuar con la porfía, Kicillof sería el primero en reclamarle por la deserción. Detrás de tal demanda estaría, como es fácil de adivinar, la sombra de la vicepresidenta.
Así las cosas, es probable que la Casa Rosada continúe insistiendo, por todos los medios a su alcance, con mantener la interdicción a la presencialidad e, incluso, presionando a gobernadores hoy expectantes para que imiten a Kicillof. A la fecha, solo cuatro distritos han adherido al DNU, lo cual demuestra una flaca influencia del primer mandatario más allá del conurbano bonaerense. La Argentina federal advierte que la sociedad ha puesto un límite a los intentos de una nueva cuarentena y que este meridiano pasa, precisamente, por el cierre de las escuelas.
De mantenerse Fernández en sus trece, el país asistiría a una reedición de las protestas por la 125, aunque con otro tipo de actores. Por entonces y para los defensores de Cristina, la lucha en torno a las retenciones móviles era una reedición del histórico conflicto argentino -tan evocativo como inexacto- entre el pueblo y la oligarquía terrateniente. De un lado estaban ellos, es decir, los intereses populares y, del otro, el campo y sus privilegios. Por más absurdo que fuera el razonamiento, muchos lo consideraban una verdad tan sólida como la piedra. Esto explicó, en buena medida, la prolongación de aquella crisis en el ya lejano 2008.
Esto no funcionaría del mismo modo en las actuales circunstancias. Dejando de lado la sobreactuación de la dirigencia opositora, quienes ganarían las calles masivamente serían padres y alumnos, muchos de clase media, es cierto, pero también otros de sectores más vulnerables para quienes la virtualidad no es otra cosa que la expulsión lisa y llana del sistema educativo. Del lado de las restricciones quedarían los gremios de docentes públicos y el cristinismo más rancio; demasiado poco para lograr alguna empatía de parte de los que todavía se mantienen remisos.
La escuela tiene una potencia simbólica, además, que casi ninguna otra institución en el país puede equiparar. En el imaginario argentino es la única fuente que todavía queda en pie de igualdad de oportunidades y progreso social, con todo lo precario que pueda resultar este precepto. En la actual situación, quienes la defienden parece ser una coalición ente familias y oposición, dejando al gobierno nacional como el único agresor y sin aliados a la vista en su cruzada.
Desde lo estrictamente político Rodríguez Larreta, asimismo, quedaría en una posición única, envidiable, como el defensor de la educación y de los estudiantes, una suerte de Domingo Faustino Sarmiento de la resistencia. Sería un impulso formidable para sus aspiraciones electorales. Hasta podría conjeturar con que él es el más auténtico intérprete del pensamiento del general Perón respecto de aquello que “los únicos privilegiados son los niños”, un aforismo que Fernández acaba de negar pretextando urgencias sanitarias.
No hay dudas que el presidente ha vuelto a ser víctima de una nueva pifia y que está pagando un costo enorme, un daño que no podrá morigerar aun de dar marcha atrás. ¿Preferiría morir con las botas puestas? Los antecedentes señalan que es posible, especialmente porque Kicillof ejerce un comisariato político sobre sus decisiones que, en los hechos, le niega una retirada honorable del campo de lucha. Esta encerrona podría explicar su última y vacía amenaza: “A mí, rebelión no”. No obstante, su negacionismo podría tener consecuencias impredecibles cuando la insurrección se exacerbe y deba hacerle frente a una reedición de la 125, la auténtica némesis del kirchnerismo.