Hace rato que este fenómeno viene produciéndose, quizá desde su origen. En cualquier sistema presidencialista se hubiera considerado una anomalía que la candidata a vice nominara a quien encabezaría el ticket electoral, tal como sucedió en Argentina. Se trató de un experimento condenado al fracaso, simplemente porque desafiaba la física de la política.
Y así fue. Durante el primer año de mandato de Alberto Fernández surgieron las iniciales señales de que las cosas no resultarían como muchos, de buena fe, habían supuesto, pero el gran cataclismo se manifestó tras las PASO, en donde los desplantes de Cristina se hicieron definitivamente explícitos ante la severa derrota electoral del gobierno. El magro repunte en la provincia de Buenos Aires en las legislativas de noviembre apenas que sirvió, posteriormente, para descomprimir una situación irremediablemente compleja.
Luego vino el turno del FMI. Originariamente, el presidente designó a Martín Guzmán como ministro de Economía específicamente por su trabajo académico sobre cuestiones de deuda externa. Fue una señal de que, en medio de las contradicciones de las que hacía gala el primer mandatario, al menos aquella era una de sus principales preocupaciones. Sin embargo, le tomó dos años al discípulo de Joseph Stiglitz llegar a un acuerdo con el Fondo. La demora, probablemente, no haya sido enteramente su responsabilidad; nadie en el gobierno, ni siquiera Fernández, se mostró demasiado apurado para que terminara la labor que se le había encomendado. Como ocurre con casi todos los temas, el sistema de toma de decisiones dentro de la Casa Rosada prolonga hasta el absurdo los asuntos más urgentes.
Lo extraño del caso es que hasta incluso la oposición respaldaba un entendimiento rápido con el organismo crediticio. La posibilidad de un nuevo default era un fantasma que asustaba a todos, especialmente a quienes se vieron obligados a tomar aquella deuda para afrontar la retahíla de vencimientos que Cristina había programado para cuando hubiera terminado su mandato. Probablemente no haya existido consenso más fuerte que este en la Argentina por estos días, por lo que las tribulaciones del oficialismo para cerrar el tema se antojaban crecientemente irresponsables.
Claro que para todo hay una explicación. Y, en lo que respecta al FMI, era de lo más sencilla: Cristina y La Cámpora se oponían (hoy lo harán más explícitamente) a cualquier tipo de entendimiento, aunque esto significara la bancarrota del gobierno que ellos mismos integran y que, de hecho, ya está quebrado. La renuncia a la presidencia del bloque del Frente de Todos de parte de Máximo Kirchner fue la primera señal de que, esta vez, la sangre llegaría al río; luego, las operaciones de su propia madre para negarle votos a Fernández en Diputados corroboraron la fractura.
Los motivos de esta resistencia no son racionales. Se basan en abstracciones y eslóganes nunca comprobados. Para el kirchnerismo duro, el asunto es una traición a la memoria de Néstor, quién en 2005, canceló de un plumazo la deuda con el FMI para, acto seguido, contraer otra similar con Hugo Chávez al 15% de interés. También se lo percibe como una claudicación de la filosofía antiimperialista que, al menos en sus enunciaciones ilusorias, el Frente de Todos dice profesar. Por supuesto, ni Cristina ni su hijo dicen una palabra sobre que podría suceder con el gobierno si cayera en el default, pues ellos solo saben enojarse y vetar las iniciativas que no les agradan. Lo que ocurra después es un problema de Fernández y de sus funcionarios que no funcionan; jamás se harán cargo de tales detalles.
Siempre se supuso -algunos lo hicieron desde el instante mismo en que el presidente juró su cargo- que esto sería así y que Alberto terminaría, sin derecho al pataleo, siempre cediendo a los caprichos de su jefa. Sin embargo, y sorprendentemente, esta lógica no ha funcionado en lo que respecta a los últimos acontecimientos. El presidente logró aprobar un acuerdo en el que cifra las expectativas de lo que le queda de mandato y, con tal cosa, devolver algo de prestigio a su ya maltrecha investidura.
Este es un dato innovador. Por primera vez, el veto de Cristina no detuvo una política del jefe de Estado. Más aún: sus seguidores quedaron en indisimulable minoría cuando la oposición logró acordar un texto mutuamente digerible para votarlo junto con el oficialismo, o, mejor sea dicho, con lo que resta de él. ¿Se repetirá este tipo de derrotas para el ala dura del Frente de Todos?
Por lo pronto, se extiende una sensación de desasosiego dentro del kirchnerismo. El acuerdo con el FMI supone la ruptura del FdT. Para esta facción, Alberto se ha derechizado. Pero también la expresidenta ha perdido prestigio en este juego de fricciones. Por de pronto, su aura de infalibilidad ha quedado en entredicho. También los dotes de gran conductor que se imaginaban en Máximo se han volatilizado. Si el oficialismo es ya un indisimulable hervidero, las aguas de su propia ala izquierda bajan, asimismo, decididamente turbias.
Tal vez haya sido el humorista K Dady Brieva quien mejor haya sintetizado ayer esta sensación: “Prometimos que íbamos a volver mejor y volvimos al pedo”, aseguró ayer a El Destape Radio. Es toda una editorial sobre los dilemas de un populismo sin plata y enfrentado a la necesidad de un ajuste de grandes dimensiones. Antes se había conocido una carta del secretario de Energía advirtiéndoles a Guzmán y a Fernández (sus jefes nominales) que el país va en camino a quedarse sin gas porque no le mandan plata para pagarle a los bolivianos y a los buques regasificadores. Darío Martínez es un funcionario cristinista que, por lógica, no quiere que suban las tarifas para financiar lo que ya no pueden aportar los subsidios. Es una muestra más de que el presidente tiene, si se lo propone y al amparo de esta reciente victoria, la difícil tarea de desembarazarse de los elementos más reactivos dentro de su propio gabinete para avanzar con el programa que le impuso el Fondo y que él se resistió a elaborar cuando supo que asumiría la conducción del país y todavía tenía tiempo.