Alberto Fernández cree que todo está terminado. Que las elecciones del próximo domingo son un mero trámite. En su fuero íntimo ha dejado de ser candidato: ya está en “modo presidente”.
Tal vez sea esta la razón por la cual aparece cada vez más ofuscado, luciendo un semblante grave en lugar de la sonrisa a la que se acostumbra en medio de una campaña electoral. Piensa en el 28 de octubre, el día en el que deberá dejar de jugar al misterio y presentar algún esbozo de plan de gobierno. Intuye, dentro de su especial entendimiento del proceso político, que sus 100 días de luna de miel con la sociedad comenzarán luego de conocidos los resultados de los comicios y que Mauricio Macri, el presidente de quien no quiere más sentir hablar, le robará al menos treinta de estas preciadas jornadas en una gestión ya desahuciada.
Imagina a su propia administración como un calvario, en el que será puesto a prueba a cada rato. A diferencia de las anteriores crisis de 1989 y 2001, ahora no queda más que rascar del fondo de la olla. No hay empresas para privatizar (las estatales que quedan son más intocables que nunca), ni fondos de pensiones que confiscar, ni impuestos que subir. Tampoco quedan financistas dispuestos a prestarle a la Argentina, excepto el denostado Fondo Monetario Internacional. Deberá gobernar con los dientes apretados, eso sí, después de denunciar por cadena nacional el estado en el que recibió el país de parte de su antecesor.
A los problemas objetivos que deberá abordar su hipotética gestión se le suman otros de carácter palaciego. Amén de su condición formal de presidente de la Nación deberá demostrar que es también el macho alfa del oficialismo. Alberto no está dispuesto a renunciar a lo que entiende es el derecho de un mandatario peronista de asumir, a un tiempo, la jefatura partidaria, como otros lo hicieron antes que él. Abdicar de tal dignidad sería por demás riesgoso para su mandato.
Sin embargo intuye, con razón, que no le será sencillo el reclamarla. Su candidatura no es una construcción colectiva ni la consecuencia natural de su carisma, sino un producto del dedazo de Cristina Fernández, su compañera de fórmula. Fue la expresidenta quien lo ungió como presidenciable. Los gobernadores, sus principales entusiastas, adhirieron a la postulación con la urgencia de quién necesita una definición digerible, pero no fueron coparticipados ex ante. De la decisión. A menudo Fernández deberá maniobrar un barco ajeno, con tripulantes que, de tanto en cuando, mirarán de reojo al segundo al mando antes que a su capitán.
Otra amenaza que lo perturba es La Cámpora. A despecho de augurios tempraneros, la agrupación creada por Máximo Kirchner ha demostrado nervio y estructura a pesar de pastar en el llano durante cuatro años. Aunque no esté en sus planes inmediatos privilegiarla por sobre el peronismo oficial -como sí hizo la expresidenta- no ignora que sus principales referentes tendrán un cobijo más que generoso bajo el probable mandato de Axel Kicillof en la provincia de Buenos Aires. Esto significa que no podrá disciplinar al camporismo a fuerza de decretos o amenazas. Deberá recurrir, de ser necesario, a su valedora para poner las cosas en su lugar. ¿Cuántas veces podría hacerlo sin que su propio poder se escurriera como la arena? Adivinar en dónde se encuentra este punto de equilibrio es otro de los motivos de su ansiedad.
Piqueteros y gobernadores también deben ser listados en el debe. Ambos sectores son diestros en el arte del reclamo a cambio de poca cosa. Los primeros ya han hecho saber que no abandonarán la calle cualquiera sea el resultado de las elecciones (lo cual significa más recursos para mantenerlos adecuadamente pobres) y los segundos aspiran a no perder lo que el actual gobierno les ha cedido. Más allá de que Alberto los considere tropa propia, la dictadura de los intereses provinciales suelen imponerse a la lealtad táctica que vienen profesándole.
Tales preocupaciones, propias de un mandatario en funciones, son completamente ajenas al pensamiento de Macri. El presidente, contrariamente a lo que podrían sugerir sus responsabilidades de gestión, se encuentra abocado de lleno a la campaña. Exhibe la temeridad y el desparpajo de los que saben que están perdiendo, llenando plazas de todo el país con multitudes que ruegan por un milagro. Su voluntad, casi schopenhaueriana, es lograr el balotaje. Extrañamente, hay millones de argentinos dispuestos a perdonarle su innegable fracaso económico por un genuino temor al regreso del kirchnerismo.
La agenda macrista se asemeja, por estas horas, a la de un opositor. Promete políticas y medidas que no supo o quiso tomar desde diciembre de 2015. Ventila públicamente los pecados de un gobierno de Fernández como si este se encontrase efectivamente en la Casa Rosada. Buena parte del electorado coincide en esta distopía y renueva el apoyo a un gobierno claramente en aprietos. No deben existir muchos ejemplos en el mundo de un presidente que convoca a cientos de miles de personas con una economía en estanflación.
Macri se resiste con uñas y dientes porque quiere permanecer en el poder (lo cual es una obviedad) pero, también, porque aspira a ser el jefe de lo oposición en caso de que las urnas ratifiquen lo que pronostican las encuestas.
Esta pretensión no es solo un servicio a la patria. Fernández no es Menem, quién gobernó sin mirar atrás. Los K llenarán con denuncias a Macri y encontrarán, con seguridad, a jueces federales ansiosos por escucharlos. El mejor antídoto ante esta embestida es tratar de capitalizar los millones de votos que el presidente obtendrá en la primera vuelta y consolidarlos en torno a una versión contestataria de Juntos por el Cambio.
¿Será posible de lograrla? Llegado el caso, mucho dependería de lo que Fernández hiciera. Si incoarse dentro de su personalidad las mismas pulsiones autoritarias de Cristina (algunas veces pareciera que es así) o si se mostrara incapaz de contener eventuales excesos de sus colaboradores, todo sería más fácil para el macrismo. Siempre es más sencillo definirse por lo que se rechaza que hacerlo por lo que se propone. En un escenario de estas características la convergencia entre el PRO, los radicales y el lilismo (es decir, solo la señora Carrió) devendría un hecho natural, prácticamente inevitable.
Otro sería el cantar si, contrariamente a todas las sospechas, el Frente de Todos desarrollase un gobierno magnánimo, ajeno al revanchismo y orientado a logros duraderos. Sería un punto de clivaje en donde los márgenes opositores se estrecharían dramáticamente, necesitado como lo está el país de noticias alentadoras. No sorprendería que Macri fuera relegado paulatinamente al rincón de las molestias, discutido hasta por sus socios más cercanos y bien lejos del rol de garante de la República que imagina para sí mismo.