Es difícil entender la participación de Alberto Fernández en la celebración de los cien años del Partido Comunista Chino. Si bien lo hizo desde su nominal presidencia del partido Justicialista, no había nada que aconsejara formar parte del fasto virtual organizado por Xi Jinping, secretario general del PCC y presidente de la República Popular China.
Desde un punto de vista ideológico no hay nada que emparente al peronismo de Juan Perón con el comunismo, ni el chino ni el del extinto soviético. El argentino es una fuerza política creada como un subproducto de la Revolución Militar de 1943, una asonada fascistizante y admiradora de las potencias del Eje durante la segunda guerra mundial. Si Perón organizó decisivamente a la clase obrera argentina durante su paso por los gobierno de los generales Ramírez y Farrel no fue para impulsar la revolución socialista sino precisamente para evitarla. Juan José Sebrelli lo definió acertadamente como “Bonapartista”, bien lejos de cualquier pasión socialista.
Tampoco Evita, el faro que guio a los montoneros y otras organizaciones peronistas revolucionarias, tuvo nada que ver con el comunismo y con la izquierda. Sus alardes agitación social, que tantos siguen festejando hasta el día de hoy, se encontraban más vinculadas con el carácter plebeyo del fascismo que a cualquier deseo de implantar una dictadura bolchevique en el Río de la Plata. Mal que les pese a los progresistas de hoy, bueno es recordar que el fascismo fue, en su hora, un movimiento de masas, anti elitista y antiliberal. Es uno de los tantos parentesco que lo aproxima con la militancia de izquierda.
El propio Perón se encargó de recordar el linaje conservador popular del movimiento nacional justicialista cuando echó a los Montoneros de la plaza de mayo el 1° de mayo de 1974. En su cinismo, había coqueteado con los jóvenes de la tendencia revolucionaria durante sus años de exilio denominándolos, siempre en clave castrense, como “formaciones especiales”. No obstante, nuevamente instalado en el poder, aquella vocinglería socialista y contestataria terminó por irritarlo sobremanera. El asesinato de José Ignacio Rucci lo alejó definitivamente de aquella juventud maravillosa para refugiarse, sin pudor ni prejuicios hasta su muerte, en los brazos de la burocracia sindical, a su juicio, la referencia verdadera de la clase obrera.
Aun los antiperonistas más furibundos reconocen en Perón el mérito de haber alejando a los trabajadores argentinos del comunismo. Si, especialmente los militares, creyeron ver en los años ´70 las pinceladas de la revolución, en realidad estaban observando el activismo violento de jóvenes universitarios y militantes de diversas vanguardias ideológicas. La mayor parte de los sindicatos, para desconcierto del marxismo criollo, permanecieron más próximos al peronismo tradicional que a las promesas del paraíso socialista que les hacían llegar el ERP, las FAP, las FARP o los más cercanos Montoneros, quienes libraron sus guerras imaginarias sin ningún apoyo de las verdaderas masas de trabajadores.
Fernández no puede ignorar estos antecedentes, por más que los K hayan intentado reescribir la historia peronista desde la perspectiva de los desplazados de la Plaza de Mayo. En este sentido, su participación en el centenario del comunismo chino se antoja tan natural como si los ayatolá iraníes concurriese a los caucus del partido republicano de los Estados Unidos agitando banderitas de barras y estrellas.
Pero, más allá de su evidente confusión ideológica, el presidente argentino debería también estudiar un poco de historia. El PCC fue fundado por Mao Zedong, quien luego fuera el líder de la república popular desde 1949 hasta su muerte en 1976. Mao, que en su hora encandiló a tantos revolucionarios latinoamericanos, solo dejó una estela de muerte y atraso tras su paso por el poder. La Reforma Agraria, el Movimiento de Educación Socialista y la Revolución Cultural fueron experimentos penosos que le costaron la vida a millones de chinos de toda condición social y orientación política.
El legado de Mao se encuentra en entredicho precisamente en China. Desde Deng Xiaoping en adelante, el régimen ha hecho todo lo posible para olvidarlo. China debe su actual crecimiento económico a sucesivas liberalizaciones de su economía y a la monumental inversión privada y trasnacional que supo atraer, no a las recetas económicas comunistas. Sólo Fernández y su embajador en Beijing, Camilo Vaca Narvaja, están convencidos de que Mao es un prócer idolatrado en el gigante asiático. Hace mucho que no leen los diarios.
Es un hecho que el régimen chino es una combinación de capitalismo puro y duro con un sistema político autocrático. Desde el punto de vista económico funciona muy bien, pero no deben buscarse ni libertades ni derechos humanos por aquellos rumbos. Pero para Alberto esto no es importante. Hace tiempo que ha confesado sus preferencias por las dictaduras de Maduro, Ortega y los Castro. ¿Porqué habría de tener reparos con la de Beijing?
Además, e incluso si confesara su admiración por el modelo chino actual, debería comenzar a rectificar el rumbo de sus propias decisiones económicas. Mientras la Argentina que él conduce cierra cada vez más su economía, ahuyenta inversiones privadas, estatiza empresas o interviene arbitrariamente en cada vez más sectores productivos, el presidente Xi Jinping hace todo lo contrario. No hace falta batir el parche mucho más sobre este aspecto para entender que las lisonjas de Fernández hacia el PCC son exageraciones sin ningún sentido concreto. El argentino parece admirar todo lo censurable de aquel régimen, pero no sus éxitos más resonantes.
Es preciso, finalmente, decir dos palabras sobre el agradecimiento del presidente respecto a la generosidad del gobierno chino. Es cierto que, a comienzo de la pandemia, este donó al país una importante cantidad de insumos y equipamiento médico para hacer frente a testeos y reforzar las terapias intensivas. No puede negarse eso. Pero la solidaridad llegó solo hasta allí. Desde entonces, la relación con China ha significado obtener vacunas a cambio de dólares. Y, por lo que se sabe, las de Sinopharm no son las más baratas del mercado.
Esto contrasta, y mucho, con el talante adoptado por Joe Biden, el presidente de los Estados Unidos. Biden está donando, o se dispone a hacerlo, millones de dosis de Pfizer, Moderna o Jansen -que son las que elegirían los ciudadanos del mundo si pudiesen optar- a los países más pobres, incluyendo el nuestro. A tal punto la oferta es generosa que la Casa Rosada ha dictado un DNU que borra con el codo la ley que el Frente de Todos escribió con la mano hace ocho meses atrás. No se conoce semejante munificencia de parte de Vladimir Putin o del propio Xi Jinping, caracterizados como los mejores amigos del mundo por parte de nuestro extraviado jefe de Estado.