Las motivaciones para este lanzamiento son similares: ganar elecciones luego de una derrota. Alfonsín sabía perfectamente que, si no hacía algo respecto a la desquiciada economía argentina de entonces (no muy distinta a la actual, por cierto) el peronismo triunfaría en las presidenciales del siguiente año luego del revés sufrido por el radicalismo en las legislativas de 1987. Fernández, por su parte, intenta revertir la paliza recibida por el Frente de Todos en las PASO que tuvieron lugar el 12 de septiembre pasado.
La actual estrategia se basa en una maniobra envolvente de dos pinzas. La primera, de índole económica: poner plata en el bolsillo de la gente; la segunda, de estirpe sanitaria: flexibilizar en todo lo posible las restricciones todavía vigentes en el marco de la pandemia. Las puntas de la tenaza deberían reunirse el 14 de noviembre, encerrando en una gran bolsa de alegría y abundancia a los argentinos que decidieron darle la espalda al oficialismo kirchnerista.
La batería económica no es particularmente sutil. Se descuenta un incremento del salario mínimo en torno al 10%, un ajuste en el mínimo no imponible del impuesto a las Ganancias para los asalariados y bonos destinados a beneficiarios de ANSES, esto es, jubilados y AUH. También se habla de una reedición del IFE, no obstante que con un alcance más acotado y, todo un clásico, la extensión de los planes ahora 12 y ahora 18 a prácticamente cualquier bien. Seguramente habrá más anuncios en esta línea a medida que se aproximen las legislativas. Estos parte de la premisa, explícitamente postulada por Cristina Fernández, de que las PASO se perdieron porque el presupuesto nacional se encuentra sub ejecutado y que, debido a ello, la gente se las ve en figurillas para cubrir sus necesidades básicas. Es la nunca abandonada visión sobre que es el Estado -y no el mercado- el creador del bienestar y de la riqueza.
Pero las que se llevan las palmas son las nuevas pautas sanitarias. El barbijo dejará de ser obligatorio a partir del próximo mes, el público regresará a las canchas, los boliches bailables podrán abrir con aforo y la gastronomía será liberada de las actuales restricciones. Los viajes internacionales quedarán, asimismo, habilitados sin cortapisas, al igual que los de egresados y los de jubilados. Vale decir que, en breve, la Argentina recuperará la normalidad perdida el 20 de marzo de 2020. El gobierno apuesta que la cuarentena que con tanto ardor defendió durante meses interminables sea olvidada tan pronto sea posible.
Tanto las iniciativas económicas como las nuevas flexibilizaciones parten de sendas hipótesis. Por un lado, que el gasto público no genera inflación y, por el otro, que la pandemia ha terminado. Ambas son, claramente, ficciones del poder.
¿Hace falta decir que el carnaval de gasto que prepara el presidente con el concurso de Juan Manzur tendrá un impacto directo sobre la inflación? Privado de crédito externo e imposibilitado de incrementar aún más la presión impositiva, a Martín Guzmán no le quedará más remedio que requerir al Banco Central que fabrique los billetes necesarios para financiar el manotazo de ahogado. ¿Por qué esta nueva tanda de emisión no continuaría la saga inflacionaria de las anteriores? Es inevitable que, más temprano que tarde, el nivel de precios pegue un nuevo salto merced a este paquete. Al infinito y más allá.
Las aperturas sanitarias son todavía más voluntaristas. El gobierno (o, con mayor propiedad, Cristina) ha sentenciado la muerte del Covid-19. Juicio y castigo al virus. Los científicos, con cuya evocación el presidente justificó tantas veces el confinamiento, han dejado de ser consultados al respecto. ¿La variante Delta? Bien gracias. Es el milagro clínico que produce un resultado electoral adverso.
Es un hecho de que esta versión del Plan Primavera procura generar un efecto engaño de grandes proporciones. Necesita convencer a los argentinos escépticos que el dinero que recibirán, por los medios que fueren, es algo más que papel pintado condenado a decolorarse tan pronto su beneficiario concurra al kiosco. Y, lo que probablemente sea más riesgoso, persuadirlos de que el coronavirus ya fue y que, en el futuro, no ocupará un lugar relevante en la agenda colectiva. El antecedente de Alfonsín no es, precisamente, halagüeño. Al menos en este punto, Fernández debería elegir con mayor cuidado el espejo que elige para mirarse.