Alberto Fernández dio su visto bueno, también Cristina Fernández. A Máximo Kirchner le pareció una buena idea. Sergio Massa tendría su baño de popularidad. Podría impulsar cambios en el impuesto a las ganancias que pesa sobre millones de asalariados y jubilados y, lo más importante, tendría el compromiso del Frente de Todos para aprobar la reforma. El sábado pasado el presidente de la Cámara de Diputados de la Nación comenzó a saborear su triunfo con la media sanción de su proyecto.
Massa se ve a sí mismo como el líder del ala moderada del oficialismo y, como tal, un referente de la clase media. Este sector, huelga decirlo, es el más refractario al kirchnerismo y, aunque con reparos, mantiene su lealtad a Juntos por el Cambio pese a las ostensibles dificultades por las que atravesó el gobierno de Mauricio Macri. En la visión del exintendente de Tigre es imprescindible construir un puente hacia aquellos electores. Nada mejor para ello que aliviarles el peso de este tributo sobre sus salarios.
El presidente coincide con este punto de vista. Él sabe que ha perdido el favor de las capas medias y que no lo recuperará en lo inmediato. Tampoco lo hará su vicepresidenta, recluida en el tercio del electorado que la apoya incondicionalmente. Sólo queda Massa quien, aunque golpeado por sus manifiestas contradicciones, todavía se atreve a postular una agenda política diferente a la del ala izquierda del oficialismo. ¿Por qué no fortalecerlo en esta coyuntura, a falta de planes mejores?
Claro que no todo es tan sencillo; si así lo fuera, Alberto no habría esperado a que la idea se le hubiera ocurrido a su aliado. Elevar el piso de quienes comienzan a pagar el impuesto a más de 150 mil pesos tiene un costo fiscal de $40.000 millones anuales. Con un Estado quebrado, con un déficit que no cede y con la necesidad de financiar a piqueteros, movimientos sociales y militantes improductivos, sacrificar estos ingresos parece suicida. La promesa de que al final del ciclo serán de cualquier manera recuperados por los impuestos al consumo, básicamente el IVA, es un tanto abstracta para quienes se han vuelto adictos al corto plazo.
No obstante, las ventajas del proyecto massista superan los riesgos financieros, al menos para los cálculos de la Casa Rosada. Ganancias es una gabela inexplicable para mucha gente que, a pesar de vérselas en figurillas para llegar a fin de mes, deben no obstante oblar al fisco un impuesto que evoca una situación de riqueza que claramente no existe. Además, la certeza de que este significativo esfuerzo personal terminará siendo usufructuado por vividores seriales del gobierno produce una indignación cívica de insospechadas consecuencias. La estrategia oficialista supone desmantelar parte de un mecanismo impositivo que lastra sus chances electorales de cara a octubre.
Con la media sanción de su iniciativa, Massa puede afirmar que ha hecho su parte para la supervivencia del gobierno que él integra pero, lamentablemente para sus intenciones, las reformas impulsadas pueden terminar en letra muerta en los próximos meses. Sucede que, con la inflación que golpea a la economía argentina, es de prever que los salarios nominales se incrementen y que, con ello, dejen atrás la dádiva con se les ha obsequiado desde Diputados.
Es que, en el fondo, el problema es conceptual, no de montos. La “cuarta categoría” de este impuesto (así se lo define en la jerga tributaria) fue pensada para gravar altos ingresos como, por ejemplo, los de gerentes de multinacionales o directivos de grandes empresas. La “tablita” del exministro José Luis Machinea primero y, posteriormente, la inflación kirchnerista lo universalizaron al extremo del ridículo. El símbolo más patético de este orden de cosas es la negativa de muchos trabajadores para hacer horas extras porque, de cobrarlas, lo producido iría directamente al fisco. Otro dato que mueve a asombro es que una familia necesitó en febrero unos $56.500 para no ser pobre, en tanto que otra que percibió algo más de $ 86.800 tuvo que tributar ganancias. Esto supone que la diferencia entre hogares ricos y hogares pobres sea de apenas, unos treinta mil pesos, un auténtico disparate.
El tema se vuelve aún más bizarro al comprobar que la munificencia del Frente de Todos alcanza a ingresos mensuales que, en el fondo, equivalen a 938 dólares “solidarios” o, si se prefiere, unos 1.640 dólares oficiales, una cifra que no parece propia de ricos y famosos. Por caso, considérese que el senado de los Estados Unidos acaba de aprobar un paquete de ayuda que prevé pagos directos de 1.400 dólares a millones de estadounidenses para comprender que la cruzada justiciera de Massa es apenas una propina. Así, mientras que para el presidente Joe Biden una familia con dos hijos que gane 100.000 dólares anuales merece recibir una ayuda estatal de alrededor de 5.600 dólares, en la Argentina por algo más de 12.000 dólares “solidarios” al año debe pagarse ganancias. Y que no se diga que en los Estados Unidos los precios son más altos: salvo los servicios personales y el esparcimiento, los valores del supermercado, automóviles, combustibles y ropa son menores a los argentinos.
Massa, en realidad, ha arrojado una masita, una galleta, a quienes son expoliados mensualmente por un Estado que gasta mucho más de lo que le ingresa y que no posee ninguna intención de medirse. Difícilmente el alivio que imagina haber proporcionado le devolverá la popularidad que necesita tributar al presidente. La verdadera medida, la única admisible, debería consistir en la abolición lisa y llana de la cuarta categoría o, al menos, establecer valores referencia que contemplen la verdadera situación económica del país. Es menester recordar que, en una economía inflacionaria, los precios pierden toda capacidad de referencia y que es prácticamente imposible determinar cuándo un salario es elevado y cuando no lo es, mucho menos por un burócrata sentado en un escritorio cuya única vocación hacer repartir el dinero ajeno bajo la excusa de la solidaridad.