En los últimos días mucho se ha escrito sobre aquellas horas de desasosiego. Revelan el grado de descomposición del Frente de Todos y la incertidumbre que rodea la gestión de Fernández. Para ilustrar sobre lo grotesco de la situación solo repárese que, el fin de semana pasado, hubo más contactos entre el presidente y su vice que en los dos años y medio que el primero lleva en la Casa Rosada. También existió mucho de perversidad: tras haber esmerilado públicamente durante meses al ahora exministro de Economía, la propia Cristina le endilgó un “acto de inmensa responsabilidad política” por haber renunciado de la forma en que lo hizo.
Son escenas de una decadencia profunda, con el agravante que la marcha general del país no permite albergar ninguna clase de optimismo. Con la sola excepción de los precios internacionales de las exportaciones agrícolas, el resto son todas malas noticias. Sin embargo, lo más preocupante es la falta de rumbo del gobierno, un déficit que, a medida que se profundiza la crisis económica, se hace cada vez más evidente.
En semejante contexto, la llegada de Batakis es casi una anécdota. Excepto tratar de cumplir con el FMI (la única directriz presidencial resistida, sin embargo, por Cristina) no existe ninguna hoja de ruta para orientar las tareas de la nueva ministra. Además, el hecho de que su llegada haya sido meramente una transacción entre dos personas que se detestan no abriga ninguna esperanza de redención. Es ya un lugar común afirmar que la vicepresidente desea imprimir a la economía una deriva que profundice sus actuales distorsiones. Desde incrementar el ritmo de la emisión monetaria para mantener subsidios a las tarifas energéticas hasta renegociar el acuerdo suscripto por Guzmán con el Fondo, todo lo que pretendería llevar adelante si pudiera hacerlo colisiona con lo que Batakis intuye que hay que hacer.
El problema para ella es que no sabe exactamente a quien debe obedecer. Es cierto que el presidente le pidió (y ella aceptó) que respetara el programa económico que estaba llevando adelante, pero cualquiera sabe que no hay tal cosa, excepto los lineamientos pactados con el FMI que, por otra parte, ya se encuentran infringidos. No obstante, cumplir con este compromiso p podría traerle problemas con la vicepresidenta, quien ya ha probado tener un poder de veto imposible de soslayar. Así las cosas, la ministra de Economía se encuentra en la posición de un surfista que debe mantenerse al tope de olas caprichosas y sobre la cuales tiene escasa injerencia.
Esto significa que Batakis puede sufrir la suerte de su predecesor en un ciclo mucho más corto, sumando una nueva frustración que, con los antecedentes disponibles, podría ser fatal. Para agravar las cosas, todo indica que los fusibles han desaparecido y que el propio presidente se ha colocado en esta posición por una mezcla de estulticia e insanable impericia personal.
Alberto tuvo una oportunidad dorada para evitar caer en esta situación límite. Solo debía encomendarla a Massa que se hiciera cargo del gobierno, al estilo de un primer ministro. El titular de la Cámara de Diputados había hecho público sus deseos de ayudarlo no precisamente por altruismo sino porque advertía que, de llevar adelante tal encomienda con un mínimo de solvencia, estaría en condiciones de reclamar la candidatura presidencial dentro de la coalición oficialista.
No era un mal plan, especialmente considerando lo que sucedió después. A pesar de sus múltiples meandros políticos, Massa no deja de ser un centrista con una visión realista de la economía y con buenos contactos con la oposición. Si efectivamente su hubiera hecho cargo de las áreas que reclamaba para sí, al menos habría existido algo parecido a un plan y, sin predecir su éxito, este hubiera sido formulado en la dirección correcta.
Pero el presidente no se atrevió a dar este paso, tal vez el único que le quedaba. La reticencia puede explicarse tanto por el temor a Cristina como a su propia vanidad, puesto que ungir al tigrense habría sido confesar su virtual abdicación al cargo que ocupa. Por extraño que parezca, Alberto todavía insiste en querer demostrar que la autoridad le pertenece y que solo él toma las decisiones, por estas horas una auténtica ensoñación.
No hay dudas que se trata de un castillo de naipes, único distrito que Fernández imagina estar gobernando. Toda su gestión pende de un hilo y descansa, con las reservas del caso, sobre algún as en la manga que pudiera tener Batakis. Y nadie, ni siquiera el puñado de incondicionales que lo rodea, se atreve a asegurar que “la griega” esconda alguna carta ganadora.
Esta certeza o, mejor dicho, la carencia de algo parecido a la certidumbre da pie para especular sobre la inminencia de un próximo bucle temporal. Si la economía no mejora las presiones sobre Batakis se harán insoportables y, como se ha dicho, esta vez ya no existen chivos expiatorios. Al acordar con Cristina y desechar la alternativa de Massa, Fernández se ha puesto a sí mismo en la primera línea de fuego. Y, por más buena voluntad que se ponga, ya es difícil imaginar su sobrevivencia a una nueva renuncia en su gabinete.
Épocas aciagas si las hay. Por ahora, el sistema político ha respondido con solidez, al punto tal que parece haber más compromiso en la oposición respecto a la viabilidad de la gestión que en el propio Frente de Todos. Anida en ella la convicción de que si Cristina fuese quien reemplazase al presidente todo iría peor, lo que ya es mucho decir. Esto produce una situación paradojal: aunque se asume en forma unánime que el de Alberto es un gobierno sin esperanzas, es preferible que continúe la presente agonía antes de enfrentarse con dilemas mucho peores, al menos hasta el próximo turno electoral.
El asunto es que la oposición puede pretender una cosa y la sociedad otra muy diferente; en este sentido, tal vez la paciencia popular sea bastante más corta que la manifestada hasta ahora por la dirigencia en su conjunto. Las crisis, como ha comprobado, pueden incoarse durante mucho tiempo y precipitarse a la velocidad del rayo sin que nadie, llegado el caso, pueda hacer mucho para evitarlas.