Puede que este deseo se esté haciendo realidad en la Argentina signada por el COVID-19. El presidente Alberto Fernández está haciendo del suyo un gobierno de infectólogos, es decir, de especialistas en el estudio, la prevención, el diagnóstico y el tratamiento de enfermedades producidas por agentes infecciosos. Desde el pasado 20 de marzo, sus decisiones están precedidas por exhaustivas consultas con estos expertos, las que luego son generalmente refrendadas por los gobernadores. No hay señales de que, en el futuro próximo, esta influencia comience a amainar.
Fernández tiene una suerte de fascinación por los académicos. En la sesión de apertura de las sesiones del Congreso destacó que su gabinete estaba compuesto por científicos, a diferencia de los CEOs que trabajaron junto a Mauricio Macri. La crisis del coronavirus reforzó esta predilección, especialmente cuando esta le deparó el respaldo del público a las decisiones tomadas bajo el paraguas de los especialistas. La nueva legitimidad del poder se ha desplazado hacia el manejo sanitario de la pandemia por sobre cualquier otra consideración, una constatación que, desde la Casa Rosada, se celebra como la adquisición de una nueva autonomía respecto al inicial tutelaje de Cristina Fernández.
Sin embargo, la democracia no es exactamente el gobierno de la ciencia, ni tampoco esta es una garantía de un buen gobierno. De hecho, muchas dictaduras la han utilizado como coartada para cometer todo tipo de atrocidades. La división de poderes, quizá la más eficaz creación humana para frenar los abusos de los gobernantes, no tiene nada de científica. Por el contrario y desde el punto de vista racional, el poder tiende a la unidad; es indivisible. La república se basa, en consecuencia, en una técnica basada en las lecciones prudenciales impartida por la historia antes que en una ecuación irrefutable.
Tal afirmación no invalida otra de sentido aparentemente contrario. Los estados modernos requieren del concurso de especialistas en diferentes temas de gran complejidad dentro de sus estructuras. Estos influyen poderosamente sobre las decisiones de los funcionarios electivos, al punto tal de que ciertas corrientes críticas les atribuyan la tendencia a suplantar el poder político en vez de prestarle su asesoramiento, asumiendo para sí funciones decisorias. Es inevitable que, con el avance de la tecnología y la creciente complejidad de las relaciones sociales, este estamento se haya consolidado como una suerte de ineludibles cortesanos. Pero es infrecuente que un mandatario apele a ellos como los demiurgos de sus políticas, pese a que, muchas veces, efectivamente lo sean. El juego entre política y tecnoburocracia forma parte de la dinámica de los sistemas políticos contemporáneos.
Pero distintivo de esta crisis es que ya no hay dialéctica entre ciencia y política dentro del gobierno. El presidente ha privilegiado decididamente la primera, invocando razones meramente científicas para impulsar medidas que rozan lo inconstitucional. Y no ha tenido reparos, de momento, en justificarlas sobre la base de las recomendaciones de los expertos, de los cuales él es sólo el vocero. Y, de entre ellas, aparecen preocupantes hendijas a través de la cuales se proyecta el fantasma del autoritarismo.
Hay ejemplos preocupantes. Desde intendentes que literalmente tapian los accesos a sus localidades sin tener ninguna facultad para hacerlo hasta funcionarios que abogan por excarcelaciones masivas de detenidos en penitenciarías de todo el país. Detrás de todos estos excesos se esconden justificaciones de variada laya por la propagación del Covid-19, un riesgo que, por lo que se advierte, sirve para validar cualquier cosa, incluso las sangrientas advertencias de Graciana Peñafort a la Corte Suprema de Justicia.
Este peligro se hace todavía más evidente cuando la cuarentena parece afectar mucho más a los poderes legislativo y judicial que al ejecutivo. Mientras que éste se encuentra en estado de hiperactividad, aquellos han dejado de funcionar casi por completo. Esto equivale a decir que los representantes del pueblo y los encargados de velar por los derechos constitucionales están en cuarentena, liberando de frenos institucionales a quienes deben enfrentar la crisis con la ley en la mano.
La justificación de las decisiones presidenciales por razones científicas tiende a generar, asimismo, un discurso único, a tono con el fin racional de combatir la pandemia. Esto convierte en auténticos saboteadores de la salud pública a aquellos que pretenden explorar vías alternativas a las establecidas por la Casa Rosada. La antinomia vida versus economía es una de las tantas manifestaciones de esta tendencia hacia la homogeneización del pensamiento.
Todo esto es peligroso, preocupante. Porque una cosa es aceptar sacrificios propios de una amenaza desconocida y otra muy distinta es convalidar que el sacrificio sea el de la República. La ciencia diría, por ejemplo, que los mayores de 65 años no deberían salir nunca más de sus domicilios hasta que se encontrara una vacuna, pero una restricción de tal clase sería inadmisible en una democracia. Consistiría en una prisión domiciliaria de facto, sin la intervención de jueces naturales. Una auténtica aberración. La canciller Ángela Merkel -que sabe de los horrores del nazismo y del comunismo en su país- ya ha dicho que no aceptará sugerencias de este tipo.
Y es aquí el punto central: la ciencia, en sí, no es democrática ni republicana. Sólo le importan los resultados. Algunos pueden ser moralmente deseables (la cura de una enfermedad, por ejemplo), pero otros decididamente repudiables (la creación de toxinas para la guerra biológica). Sólo las democracias liberales les otorgan un marco ético a sus descubrimientos, con las debidas garantías a los derechos individuales y las libertades civiles.
Esto equivale a decir que a los científicos de Fernández sólo les importa, en cuanto tales, liquidar al Covid-19, no otra cosa. Las leyes, la economía o el funcionamiento del Congreso no es un problema de ellos. Y, si el presidente o sus colaboradores se alinean -por convicción o por conveniencia- con este propósito unívoco y excluyente, la deriva autoritaria está a la vuelta de la esquina, un mal cuya única vacuna conocida es el respeto de la Constitución.