La crisis era inexorable; la novedad es que estalló antes

(Por Pablo Esteban Dávila) Es relativamente sencillo extraviarse en la catarata de versiones que devuelve el palacio presidencial, buscando la autoría de cada especie para presentar alguna información ordenada a la opinión pública. También es tentador efectuar un análisis forense del tuit de Alberto Fernández (“la gestión de gobierno seguirá desarrollándose del modo que yo estime conveniente. Para eso fui elegido”) y de la réplica -durísima, por cierto- de su vicepresidenta a través de una carta posteada en sus redes sociales en la tarde de ayer. Pero nada de esto sirve para explicar el origen profundo de lo que sucede por estas horas.

Dejando de lado las anécdotas, que no por tales dejan de ser extremadamente preocupantes, es preciso señalar que la crisis actual no debería sorprender a nadie. Antes bien, era inexorable. La novedad es que estalló antes de lo que se preveía, catalizada por el triunfo opositor en las PASO.

La inevitabilidad del actual trance debe ser buscada en dos causas muy concretas: la primera, la decisión de Cristina de nominar a Fernández como candidato a presidente en mayo de 2019; la segunda, la ideología que mueve al kirchnerismo y que el presidente hubo de aceptar con fatal mansedumbre desde el comienzo mismo de su gestión.


Seguramente desencantados por el fracaso de la gestión macrista, muchos argentinos votaron a la fórmula Fernández – Fernández sin detenerse a reflexionar sobre el hecho de que el poder no se comparte. O se tiene poder o no se lo tiene. Es una regla básica del arte y de la ciencia de la política. El artificio diseñado por Cristina, sin embargo, desafió temerariamente a esta ley de hierro, colocando en la máxima responsabilidad del país a alguien que, claramente, no lo tenía. El Frente de Todos propuso, en retrospectiva, una ficción; el electorado la compró sin medir consecuencias.

No hace falta batir el parche sobre este hecho. Siempre fue claro que la tensión entre un presidente vicario y su mentora no haría otra cosa que incrementarse con el tiempo, sin importar la marcha general de su administración. Que las cosas se hayan precipitado ahora, en el marco de una severa crisis económica y una paliza electoral, no desmiente esta certeza. Habría sucedido lo mismo si Fernández estuviera atravesando un buen momento, toda vez que la vanidad que genera la bonanza le habría aconsejado romper con Cristina, del mismo modo que Néstor lo hizo con Eduardo Duhalde con pingues resultados.

El factor ideológico es incluso más gravitante. El kirchnerismo es un populismo de izquierdas que abraza al Estado como si este fuera un padre bondadoso que todo lo puede. Pero, lamentablemente para quienes profesan esta creencia, esto no es correcto. El Estado es, en realidad, la causa de todas las dificultades por las que atraviesa el país.


Fueron los Kirchner quienes desmontaron las transformaciones de los años noventa que, liquidada la convertibilidad, podrían no obstante haber contribuido poderosamente a lograr una economía más sólida, estable y competitiva que la que se padece desde hace más de una década. El amor del matrimonio por el gasto público, por las versiones más autoritarias de la política internacional y por el intervencionismo sobre el mercado han producido estancamiento, inflación y pobreza, amén de fabricar suerte de fatalismo popular sobre que no se puede salir de esta lógica sin gravosas consecuencias sociales. Nadie en el oficialismo parece percatarse de que cada día que pasa la Argentina se hunde un poco más en su cenagal de dificultades estructurales.

Mauricio Macri heredó una situación económica desquiciada precisamente porque su antecesora insistió en las recetas del fracaso. Pero el expresidente no supo hacer lo que debía hacer, legando a Fernández un orden de cosas probablemente peor del que él mismo recibió. Alberto, por su parte, creyó que reeditando la mezcla de heterodoxia irresponsable que tan bien le resultó a Néstor sería suficiente sin reparar en que el populismo, sin plata, deriva forzosamente en autoritarismo político y decadencia socioeconómica.

Es decir, a Fernández nunca le podría haber ido bien, con o sin pandemia, porque nunca estuvo en sus planes efectuar las profundas reformas que la economía necesita. Y, de haberlo intentado, se hubiera topado con la férrea resistencia de sus compañeros de ruta, todavía anhelantes de la Revolución.

Entornado políticamente por su vice y por una crisis económica endémica, al presidente no le quedaba otra que confiar en la suerte. Pero la suerte es esquiva con quienes no hacen méritos. A los condicionamientos objetivos que atraviesan su gestión, Alberto supo sumarle un condimento de ligereza personal e improvisaciones impropias de su investidura. Por cada error no forzado que fue cometiendo, la sombra de Cristina fue haciéndose cada vez más ominosa.

Es la combinación entre debilidad política e ideología incorrecta lo que produce el enfrentamiento que tiene en vilo a los argentinos. Es una historia que ya estaba escrita y que muchos prefirieron ignorar, del mismo modo que Macri supuso que, por el solo hecho de tener las ideas adecuadas, la economía mejoraría sin necesidad de usar el bisturí, con los resultados a la vista.

El poder es impiadoso con quienes lo desafían y las malas ideas son particularmente dañinas cuando el diagnóstico también está equivocado. Esta es el origen de la tormenta institucional que se abate en estos momentos y que no tiene nada que ver con las primarias ni con el coronavirus. El 6 de marzo de 2020, quince días antes de que se implementara la cuarentena, desde esta columna nos preguntábamos: “¿Quo vadis, Alberto? ¿Hacia dónde se dirige el presidente? Porque, por lo que se ha visto hasta ahora, no parece haber rumbo alguno en el gobierno que él conduce”. Lo sucedido desde aquella fecha no ha hecho otra cosa que ratificar el fracaso de algo que nació mal y que creció peor. Fernández aceptó su condena cuando le dijo que sí a Cristina, invirtiendo la lógica del poder. Como buen abogado que es debería recordar el aforismo sobre que nadie puede alegar su propia torpeza. Y que ya es tarde para los lamentos.

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