Existe un consenso sobre la investidura presidencial es una institución que debe preservarse del barro de la política, más allá de que el presidente de turno se involucre activamente en temas agonales. Hasta los opositores más furibundos acuerdan con que debe respetársela, simplemente porque de ella depende buena parte de la estabilidad del sistema republicano.
Este respeto no se le exige únicamente a la oposición, sino también al propio presidente. En teoría, este no debería debilitar la institución que encabeza con actos impropios, colaboradores imprudentes o un ejercicio del poder arbitrario o insuficiente. En palabras vintage: el presidente debería honrar (o, cuando menos, parecer que honra) a la dignidad inherente a su cargo.
Debe decirse que no es una empresa fácil. Requiere de equilibrios, sosiego, buena cuota de sangre fría y claras dotes de esgrimista; sintéticamente, de templanza. Todos los presidentes, aun los más extrovertidos o los más transgresores, supieron de estas exigencias. Pero con Alberto Fernández se hace difícil aceptar que efectivamente entiende el rol institucional que debe jugar en el lugar que ocupa.
Si se dejan de lado los penosos momentos vividos con sus filminas (llenas de datos erróneos y comparaciones odiosas) en relación con la pandemia, los últimos días han sido prolíficos respecto a la devaluación de la investidura presidencial que, curiosamente, impulsa el propio Fernández con preocupante tesón.
Tómese el caso del velorio de Maradona. Fue el presidente en persona el organizador del evento, violando las disposiciones del distanciamiento social que él mismo había promulgado y cuyo cumplimiento exigía a todos los argentinos. Cuando comenzaron los incidentes en torno a la Casa Rosada, epicentro de las exequias, Fernández en persona procuró aplacar los ánimos con un megáfono, sin que los exaltados le hicieran ningún caso. Luego, en una escena cercana al paroxismo, una turbamulta de barras bravas se apoderó, literalmente, de la sede del gobierno nacional, sitiando al presidente y a su vice durante increíbles minutos. Antes de la restauración democrática, sólo los militares se atrevían a tomar la Casa Rosada; ahora lo puede hacer un puñado de fanáticos del Diego.
¿Hace falta una imagen más gráfica sobre la levedad del poder presidencial que aquella apropiación del símbolo del poder argentino? No solamente porque un grupo de alterados pudieron violar impunemente la seguridad del presidente sino porque, además, lo hicieron quedar como un suplicante sin ninguna capacidad de persuasión.
Sus ministros colaboran, y mucho, para profundizar la sensación de un presidente que no está a la altura de sus funciones. El canciller Guillermo Solá no tuvo mejor idea que comentar un diálogo de Fernández con el presidente electo de los Estados Unidos, Joe Biden, al que no asistió. Para mayor desconcierto, Solá inventó parte de la conversación, algo que saltó a la luz porque fue desmentido por fuentes del propio gobierno nacional y, también, por voceros oficiosos de Biden. Fernández sólo atinó a decir que las declaraciones fueron “totalmente imprudentes”, aunque, sin embargo, el episodio no fue “tan grave”.
Como si la mitomanía de Solá no hubiera sido lo suficientemente grotesca, su colega de Salud, Ginés González García, se dio el lujo de contradecir públicamente a su jefe. Fernández había asegurado que se comenzaría con la campaña de vacunación contra el Covid-19 a finales de año con 300 mil personas (necesita imperiosamente relanzar su gobierno y la pandemia es un obstáculo para hacerlo), pero el ministro aclaró, posteriormente, que no creía que se llegase a tiempo para con esa fecha. Es una desautorización en toda la regla, que contribuye a debilitar aún más la imagen presidencial.
¿Por qué Fernández simplemente no los eyecta? Simplemente, porque sus reemplazantes podrían ser puestos por el kirchnerismo más duro. Mejor malos conocidos.
La nueva fórmula de cálculo de las jubilaciones es otro ejemplo de la devaluación que está sufriendo el titular del Poder Ejecutivo. El gobierno cifraba buena parte de sus esperanzas de reducir el déficit fiscal con una nueva ley para la clase pasiva. Invirtió mucho tiempo en diseñarla. Tuvo que soportar críticas -suficientemente fundadas- de que estaba haciendo un duro ajuste sobre un sector de la población muy vulnerable. Y, a pesar de todo, siguió adelante. Hasta que el proyecto llegó al Senado. Allí, Cristina Kirchner la hizo reformar, haciéndolo mucho más indulgente y asestando un duro golpe a los planes oficiales. Fernández no conocía la movida de su vicepresidenta pero, no obstante, tuvo que acatarla. “Trabajamos muy bien ayer en el Senado con el bloque. Nos parece una idea buena”, mintió otra vez para salvar las apariencias. Como nadie le cree, su autoridad continúa en declive.
Es un hecho que Cristina no pierde la oportunidad para marcarle la cancha y hacerle la vida difícil. A mediados del mes pasado, en ocasión de la visita de los técnicos del FMI, los senadores K publicaron una carta reclamando, entre otras cosas, que el organismo “se abstenga de exigir o condicionar las políticas económicas de la Argentina para los próximos años”. El presidente y su ministro de Economía, Martín Guzmán, quedaron colgados del pincel. Para ellos, resulta clave terminar de renegociar con el Fondo, porque de lo contrario el país tendrá una crisis en su balanza de pagos. La misiva senatorial tuvo el propósito de mostrar a los expertos de Kristalina Georgieva que la que manda es la vicepresidenta y que cualquier acuerdo deberá sortear previamente su veto.
Para ser justos, todo el mundo preveía que existiría un doble comando al momento de asumir Fernández, pero lo que está sucediendo excede holgadamente aquellas previsiones. Cristina no cogobierna -si lo hiciera asumiría parte de la responsabilidad de lo que sucede y dejó muy claro que esto no es así a través de una extensa publicación en Facebook- sino que veta las decisiones presidenciales. Peor que la sensación de doble comando es la certeza de quien debe mandar no puede hacerlo porque se lo impide su mentora.
Fernández está devaluado y, con él, su investidura. Tiene “funcionarios que no funcionan” (en esto hay que darle crédito a la expresidenta), se mete en epopeyas maradonianas que sólo lo ponen en ridículo y, lo que es peor, ya nadie duda que el poder en Argentina está en la presidencia del Senado y no en la Casa Rosada. Se puede continuar así por un buen tiempo, incluso hasta finalizar su mandato, pero no se puede esbozar nada que se asemeje a un plan coherente de gobierno, que es lo que necesita imperiosamente el país. Vuélvase al principio: en un sistema presidencialista, el fusible es uno solo. Y cuanto más se lo debilite, más posibilidades tendrá de romperse.