Buena parte del mérito de este orden de cosas debe ser concedido a Alberto Fernández. Lejos de cualquier mesianismo, el presidente insistió desde el primer momento en dialogar y buscar consensos por fuera de su gabinete y del Frente de Todos. Lo consiguió. Habló primero con la oposición parlamentaria y luego con los mandatarios provinciales, de entre los cuales sobresalió Juan Schiaretti. Recogió de sus interlocutores la misma opinión que él tenía sobre cómo enfrentar la crisis, esto es, con una cuarentena total del país.
No sólo el diálogo presidencial ha logrado un nivel de consenso inédito, sino que también ha contribuido su estilo personal, alejado de las estridencias o el dramatismo. Sus intervenciones han sido claras, breves y al punto. No se ha comportado como un líder que está haciendo uso y abuso de un cheque en blanco emitido por otros, mucho menos como un salvador. Es un talante que colabora, y mucho, a fortalecer los lazos que, por necesidad y convicción, ha debido entretejer con el resto de la clase política.
La estrategia de Alberto es, por fuerza, nacional, pero buena parte de los medios que se encuentra desplegando el Estado se concentra en la Capital Federal y el conurbano bonaerense, el epicentro argentino del coronavirus. Es aquí en donde el esfuerzo de concertación presidencial ha recogido un aliado un tanto inesperado. Horacio Rodríguez Larreta, el alcalde de la ciudad de Buenos Aires y uno de los miembros más connotados de Juntos por el Cambio, se ha revelado como uno de sus más consecuentes colaboradores en la coyuntura.
Larreta es uno de los posibles presidenciables de cara al 2023 y, como cualquier analista puede imaginar, no gana nada si Fernández lleva adelante una gestión exitosa, que le permita a la postre aspirar a la reelección. Sin embargo, tal cálculo no parece distraer, de momento, al mandatario porteño. Sabe que su distrito concentrará la mayor cantidad de enfermos en las próximas semanas, tanto por los que viven en la ciudad como por aquellos que serán derivados desde la provincia de Buenos Aires. En su visión, siempre será mejor coordinar que curar, especialmente cuando se duda sobre la cantidad de respiradores disponibles o la cantidad de camas que habrán de disponerse en el pico de la infección.
Lo mismo podría decirse de Axel Kicillof, el gobernador de Buenos Aires. Él también ha acompañado al presidente en las conferencias de prensa junto con Rodríguez Larreta y, tal vez con menos énfasis, suscripto las políticas en marcha. Sin embargo, Kicillof no tiene la autonomía de la que, paradójicamente, goza la oposición y la mayoría de sus colegas gobernadores. Él debe consultar a Cristina Fernández todas las decisiones que habrá de tomar, aunque estas sean razonables y de necesidad evidente. Y tampoco, a diferencia de otros líderes provinciales, puede hablar por boca de los intendentes de su distrito, precisamente por la misma razón por la que llegó al poder, que no es otra que la imposición de la expresidenta.
Tal situación hace que, del tridente político más visible en contra del coronavirus, Kicillof parezca la punta de menor relevancia, a despecho de la magnitud de su distrito y de su nominal condición de oficialista. Tal constatación pone en evidencia otra característica del inusual proceso que vive el país: que se trata de un consenso fraguado y alentado por la clase política tradicional de la que, como fácil es advertir, el gobernador de Buenos Aires no integra de pleno derecho.
Este acuerdo político no es, exclusivamente, un buen ejemplo para consumo interno, sino que funge como uno exportable. Si se analiza la región, se tiene que los líderes supuestamente disruptivos de América Latina vienen metiendo la pata sistemáticamente. El presidente del Brasil, el derechista Jair Bolsonaro, ha tenido el desatino de convocar a una movilización en su apoyo justo en el apogeo de la pandemia, mientras que su par mexicano, el izquierdista Manuel López Obrador, prefiere hacer de cuenta que nada sucede y reservarse para sí mismo, en forma tan mesiánica como paternalista, la decisión de poner a su país en cuarentena cuando considere que ha llegado el momento. Al lado de ellos, la administración de Fernández se antoja la de Ángela Merkel.
El contraste también es evidente con el comportamiento que se observa en buena parte de la sociedad civil. En la Argentina, y frente a la sucesión de desaguisados que suele obsequiar la política, es un lugar común atribuir a las gentes sin militancia ni responsabilidades públicas (preferentemente de clase media) una especie de superioridad ética respecto de quienes se identifican con los asuntos del Estado. Tal presunción, sin embargo, no parece tener fundamentos serios cuando se trata de una crisis como la actual. El penoso espectáculo de despreocupados veraneantes intentando ingresar a las ciudades turísticas de la costa argentina a comienzos del fin de semana XL o de residentes de la Capital Federal trasladándose a sus casas en barrios cerrados para pasar allí la cuarentena (violando claramente las disposiciones presidenciales) son muestras de que no hay relevo evidente para los denostados políticos en quienes pretenden ser la reserva moral de la Nación.
Tal constatación se hace todavía más notable al advertir de que muchos argentinos que, habiendo partido recientemente al exterior a despecho de lo que estaba ocurriendo, son los mismos que, por redes sociales por o por los diferentes medios de comunicación, exigen ahora que el gobierno los repatríe de inmediato o responsabilizan a funcionarios de toda laya por su actual estado de abandono.
Y no se puede señalar, exclusivamente, a los argentinos de pie por tales irresponsabilidades. También ricos y famosos se comportan de igual manera, con el agravante de su repercusión. Uno de ellos es Marcelo Tinelli, un supuesto renovador de la política, del fútbol o de cuanta cosa pretenda redimir con su sola presencia. Pretextando un aparente domicilio en Chubut, partió con su familia a un lugar probablemente más idílico que su residencia en Buenos Aires que, se supone, debe ser bastante más agradable que el promedio argentino. Y lo hizo en medio de la universal demanda de “quedate en tu casa”, una solicitud de la que él, formalmente, decía adherir como simpatizante del actual gobierno.
Y, para que no queden dudas de que los políticos comprenden los desafíos de la hora con mejor perspectiva que muchos de sus compatriotas, no debe soslayarse el caso de una jueza de Jujuy que, recién llegada de Miami a su provincia, no tuvo mejor idea que presentar un amparo para evitar que la internaran en cuarentena en un hotel dispuesto ad hoc como al resto de los jujeños en su misma situación. Más allá de que su tentativa no tuvo éxito, se trata de un comportamiento tan patético como execrable que, ojalá, tenga el castigo correspondiente.
Es recordada la frase, atribuida al general Perón, sobre que “los pueblos tienen los gobiernos que se merecen”. Aparentemente, por primera vez en mucho tiempo, la Argentina tiene mejores gobernantes de los que debería ser acreedora, dadas algunas muestras de su reciente comportamiento colectivo. No deja de ser una lástima que nuestra clase política -la tradicional, la “rosquera”- funcione tan bien en circunstancias extremas y que lo haga tan deficitariamente en otras más normales. Cuando el COVID-19 pase a la historia, como seguramente sucederá, sería excelente que sus integrantes miraran hacia atrás, se congratulasen por lo hecho y, acto seguido, firmaran alguna suerte de Pacto de la Moncloa para comenzar a dejar atrás la decadencia económica e institucional del país, la verdadera pandemia que azota a los argentinos desde hace demasiado tiempo.