Frente a la amenaza de la variante Delta del Covid-19 (o de la tercera ola, según prefiera llamarse) el gobierno acaba de hacer lo que más le gusta: prohibir. En este caso, el regreso de los argentinos que, por razones de turismo o negocios, hayan viajado al exterior en las últimas semanas.
Se trata de una especie de cuarentena hacia afuera, dadas las imposibilidades fácticas para implementarla intramuros. A partir del viernes pasado, la cantidad de pasajeros que pueden arribar al aeropuerto internacional de Ezeiza se encuentra reducida a 600 cupos, esto es, únicamente dos jets comerciales de fuselaje ancho por día.
No se sabe exactamente el porqué de esta cifra, aunque las justificaciones oficiales son, como de costumbre, apocalípticas. Basta compararla con los arribos diarios de 2019 de aquel aeropuerto -unos 20 mil pasajeros- para comprender hasta que punto la Argentina se encuentra con su única frontera aérea completamente clausurada.
Las razones sanitarias que se esgrimen sostienen en que estas limitaciones ayudarán a evitar que la nueva variante del coronavirus azote la geografía nacional, tal como ha venido sucediendo hasta ahora con su cepa original y las posteriores, sin que ninguna de ellas haya obviado a Ezeiza como puerta de ingreso. Como se intuye, esto no se sostiene en absoluto.
A poco de andar, se tiene que la mayor parte de los vuelos del exterior, especialmente los provenientes de Estados Unidos y de Europa, vienen llenos de pasajeros vacunados con las dosis que se les niegan a los argentinos, es decir, con Pfizer, Moderna y Johnson & Johnson. De hecho, muchos connacionales han viajado en los últimos meses a Miami específicamente a vacunarse, dada la inexistencia local de aquellas y las demoras observadas en el país en materia de inmunización masiva. No se entiende cual es el problema en dejarlos ingresar libremente.
Este dato se complementa con las exigencias que ya existían de contar con PCR negativos antes de abordar el avión, los testeos en Ezeiza una vez desembarcados y la exigencia -nunca impugnada- de guardar cuarentena domiciliaria durante una cierta cantidad de días luego de arribados los pasajeros provenientes del exterior. La combinación entre viajeros vacunados, más testeos y aislamientos parecía ser consistir una adecuada profilaxis, con la única condición del control estatal.
Pero esto, como en tantas otras cosas, no pareció suficiente para el presidente Alberto Fernández. En vez de alentar el retorno de más argentinos vacunados con dosis de probada eficiencia les niega ahora su derecho al regreso mediante una decisión tan arbitraria como ineficaz, que obliga a intempestivas cancelaciones de vuelos y a participar en una verdadera lotería para ver quién puede y quien no ingresar a la Argentina.
Es un hecho de que el gobierno insiste en pelearse con el mundo y con quienes se atrevan a viajar por él. Siguiendo la inveterada tradición del kirchnerismo el exterior, lo extranjero, la otredad es vista como una amenaza que debe ser exorcizada. Ahora es la variante Delta, pero también los es el FMI, la OEA, la ONU, los Estados Unidos, Europa, Chile o Uruguay, entre otras tantas amenazas. Sea por cuestiones sanitarias o dogmáticas, la primera reacción del presidente (y de sus funcionarios) es siempre cerrar, aislar, clausurar las fronteras nacionales, sin reparar ni en las consecuencias ni en la racionalidad de estas decisiones.
Podría argumentarse que esto, hasta el presente, de poco ha servido. Desde el punto de vista del servicio aerocomercial, solo Ezeiza funge como el puerto de entrada al país desde marzo de 2020. Ni Córdoba ni Mendoza, tradicionales alternativas de vuelos hacia el exterior, fueron habilitados para retomar este tipo de operaciones, ni siquiera el verano pasado, cuando la curva de contagios había decrecido en forma notoria. A pesar de esto, Ezeiza fue un colador por donde ingresaron todas la variantes del Covid-19 conocidas sin mayores inconvenientes. ¿Qué es lo que hace suponer que, con las nuevas limitaciones, cambiará algo de esta historia?
Además, subsisten prevenciones de índole constitucional. Es claro que las restricciones de vuelos establecidas conculcan el derecho de transitar, permanecer, salir y entrar del territorio nacional cuando cualquier argentino lo desee, conforme el artículo 14 de la Carta Magna. Esta disonancia se manifiesta todavía más arbitraria cuando se advierte que aquellas han sido dispuestas por una simple decisión administrativa del jefe de gabinete de ministros, sin una ley del Congreso que así lo disponga. La Corte Suprema ya lo ha dicho expresamente, en oportunidad de la controversia por las clases presenciales entre la Nación y la Ciudad de Buenos Aires: “la emergencia no es una franquicia para ignorar el derecho vigente”. La Casa Rosada, como es público, se resiste a aceptar este poderoso apriorismo.
El encono del gobierno hacia el mundo se extrapola hacia los viajeros. Es como si un connacional que decidiese trasladarse al exterior, por el motivo que fuera, se convirtiese en un enemigo de la patria, sujeto a los atropellos más atrabiliarios. ¡Y pensar que el presidente desató un escándalo internacional al jactarse de que los argentinos veníamos de los barcos, es decir, del mundo! La Argentina se ha convertido en una suerte de ergástula de los descendientes de aquellos que, en su momento, decidieron adoptarla como su patria.
Este pensamiento se expresa en toda su dimensión a través de la titular de la Dirección Nacional de Migraciones, la autoridad de aplicación en la materia. Florencia Carignano, de ella se trata, acaba de destacar que el gobierno siempre ha advertido que “hay un estado de pandemia” y que, por tal motivo, la gente que viaja debe asumir las consecuencias, insistiendo en que “las personas que decidieron salir lo hicieron aceptando las condiciones económicas, sociales y sanitarias de lo que implica (hacerlo) en pandemia y que al reingreso se podían imponer otras medidas”.
Es, claramente, una visión más cercana a la libertad condicional que a una política migratoria consistente. Todo el mundo sabe que la pandemia impone restricciones y, en gran medida, estas suelen ser aceptadas voluntariamente. Pero todo debe tener una proporcionalidad. Restringir a solo 600 plazas los vuelos de regreso no tiene ninguna, más allá de las papeletas o declaraciones juradas que se hagan firmar. Estas, por otra parte, no son un cartabón, un cheque en blanco que autoricen a los funcionarios a hacer cualquier cosa, menos aun contrariando los más elementales criterios del sentido común. Porque, se insiste, ¿qué sentido tiene impedir que un argentino correctamente inmunizado con vacunas del primer mundo retorne al país?
Para Carignano el sinsentido tal vez tenga un lado positivo toda vez que, según sus dichos, “los que están de vacaciones seguramente se van a poder quedar unos días más", y que eso “no es tan grave, como sí (lo es) el ingreso de la variante Delta”. Descartando benévolamente el cinismo, otra vez se aprecia el kirchnerismo en estado puro: no sólo el gobierno hace beneficencia con el dinero de los otros sino que, además, obliga a los turistas a prolongar su descanso, como si tal cosa fuera gratis o no se tuviera que recurrir a las tarjetas de crédito como último remedio, impuesto PAÍS o retenciones de ganancias mediante.
No hay caso: entre el dólar, la desconfianza internacional y los brulotes presidenciales, la Argentina está cada vez más lejos del mundo y, por carácter transitivo, de la humanidad. No se puede salir ni entrar de su territorio, y las referencias de ultramar del Frente de Todos las constituyen Putin, Maduro y Ortega, modelos democráticos si los hay. Mientras tanto, Joe Biden regala vacunas que no tienen por destino estas tierras, al tiempo que Morgan Stanley las declara standalone, una inquietante referencia a la insularidad suicida por la que ha optado Fernández bajo la férula de Cristina. No sería de extrañar que, si alguna vez ser normalizan los vuelos al exterior, haya que rogarles a los que se van que por favor regresen pronto. No vaya a ser cosa que el último apague la luz, esta vez en serio.