Pronóstico sombrío para el gobierno de los Fernández

(Por Pablo Esteban Dávila - Diario Alfil) Cuesta decirlo, pero es difícil verle futuro al gobierno de los Fernández. Todo está mal. La crisis económica tiene una entidad propia, corpórea, que ya no se explica solo por la pandemia. El peso es casi una entidad simbólica, algo que nadie quiere, en tanto que el dólar, en sus diferentes versiones, es un objeto de deseo nacional. El Banco Central ya casi no tiene divisas, la inversión privada es inexistente y la carga impositiva agobia a los sectores productivos, esto sin contar el nuevo impuesto a la riqueza que avala Máximo Kirchner y que secunda el primer mandatario con un fervor diríase que preescolar.

Para agregarle dramatismo a la coyuntura, la ideología del oficialismo insiste en llevar al país hacia el precipicio. No existe nada parecido a la sensatez en las políticas que la Casa Rosada impulsa por estos tiempos. A la ausencia de plan económico (proclamada como una virtud por el propio presidente) se le suman señales políticas muy complicadas, tales como la creación del observatorio NODIO, la presencia de autoridades nacionales en las tomas de tierras o la reforma de la justicia que impulsa, sin pudor, la vicepresidenta de la Nación, esto sin contar con la fallida estatización de Vicentin o la ambigua posición respecto a la dictadura venezolana que mantiene el Palacio San Martín.

Este escenario es un verdadero antídoto para el optimismo. Ni siquiera la negociación con los acreedores externos, culminada con algún éxito por el ministro Martín Guzmán, trajo algo de sosiego. Importantes empresas multinacionales se han ido o han anunciado sus intenciones de irse del país en prevención de lo que, imaginan, es un barco con rumbo de colisión. El fracaso absoluto de la cuarentena interminable ha contribuido, de igual manera, a la general sensación de hastío. Quizá el indicador más claro de la decadencia nacional lo constituya la envidia que gran parte de los argentinos profesan hacia los países vecinos, históricamente blanco de ironías o de menosprecio.

Por crisis menores a la actual muchos gobernantes, en los últimos 60 años, han debido alejarse del poder prematuramente. Es un hecho que la economía suele tener la última palabra sobre la suerte de los presidentes, y nada hace prever que Alberto Fernández esté inmunizado contra esta ley inexorable. El cuadro es, asimismo, más preocupante al tomar nota de que no ha transcurrido siquiera un año desde que el actual mandatario hubo de jurar su cargo. Es un plazo llamativamente exiguo para semejante nivel de desgaste.

La propia Cristina ya no oculta su fastidio para con Fernández y su gabinete. Su razonamiento es simple: con el gobierno del Frente de Todos en problemas y cada vez con menos crédito entre el público, sus planes de pasar a la historia grande se desvanecen como arena entre los dedos, algo que incluye, por supuesto, su ambicionada rehabilitación judicial. La segunda marca no funciona como lo había previsto. Pero lo que la expresidenta no termina de entender es que también ella es la causa de los actuales infortunios.

La explicación es simple. Dada la escasa entidad política del presidente, este se encuentra forzado a consensuar prácticamente todas sus decisiones con Cristina. E, inclusive cuando ella pareciera mostrarse prescindente de lo que él pudiera llegar a decidir, aun así subsiste el temor del veto, que paraliza la acción del Ejecutivo. Tampoco ayuda el tener un gabinete loteado entre las diferentes franquicias de la coalición gobernante, alguna de las cuales se comportan como auténticos enemigos de Alberto por expreso mandato de su vicepresidenta. Es una situación que evoca un sistema político africano, surrealista, que atemoriza a mucha gente y también a importantes sectores del peronismo, aunque por el momento callen su espanto.

¿Cuál es la situación a este galimatías? Podría recurrirse a complejas perífrasis pero, no tan en el fondo, solo una parece tener sentido: que, incapaz de detener la crisis, Fernández dé un paso al costado. Pero esto, lejos de solucionar nada, probablemente generaría una tensión aún mayor: si Cristina regresara a la Casa Rosada, buena parte de la población plantaría bandera, esto sin considerar que sus recetas políticas y económicas son incluso peores que las que, hasta el momento, ha prescrito el presidente.

No es difícil imaginar un escenario de profunda confrontación y caos si esto llegase a suceder, como tampoco la radicalización del nuevo gobierno. El populismo sin plata es un peligro comprobado en todo el mundo. Quizá esto explique la extrema prudencia institucional que muestran, a pesar de la crisis, opositores y analistas en general. Nadie quiere pasar de Guatemala a Guatepeor, conforme el dicho popular. Puede que Cristina conserve un 30% de incondicionales -la mayoría de ellos en la provincia de Buenos Aires- pero esto no le alcanza para gobernar pacíficamente. Importantes sectores de la opinión pública se sentirían profundamente traicionados si, bajo el pretexto de una crisis indomable, ella reasumiese el poder.

Desde esta perspectiva, el gobierno de los Fernández está con problemas serios, muy serios. Y, a diferencia de otros momentos peronistas, ni siquiera tiene la audacia para tomar decisiones de fondo que despierten algo de confianza o evidencien una racionalidad de la que, hasta ahora, no ha hecho gala. Dicho en otras palabras: el plan B del Frente de Todos es todavía más malo que el plan A que estaría llamado a corregir.

¿Habría una alternativa frente a una crisis política semejante? La respuesta es Sergio Massa. Con Alberto fuera de juego y con Cristina en dificultades fácticas para reemplazarlo, la línea de sucesión recae en el presidente de la Cámara de Diputados. Y, a diferencia de sus antecesores en el pasado, el exintendente de Tigre es un dirigente conocido, dueño de una sorprendente ductilidad a la hora de tomar decisiones y un particular afecto por el poder.

No sería difícil imaginar un gobierno encabezado por Massa. Sería, simplemente, uno de derecha, al menos de lo que en la Argentina se considera así (en Chile quizá no sería llamado de tal forma). El hipotético presidente tomaría decisiones duras en la economía, repudiaría a los elementos de izquierda que heredaría del actual oficialismo y trataría de cerrar un acuerdo de poder con los gobernadores peronistas, sin dejar de tender puentes a la oposición. Enviaría señales contundentes contra las tomas de tierras y la inseguridad, al tiempo que dinamitaría cualquier puente con Venezuela o los amigos internacionales de Cristina. Sería, en definitiva, algo parecido a lo que haría Juntos por el Cambio si se le diese la oportunidad, aunque cantando la marchita y jurando mantener los grandes principios del Frente de Todos. Así es él. Sería bienvenido.

¿Política ficción? No tanto. La Argentina está cerca de la catástrofe, una situación que se potencia tanto por la ineptitud del presidente como por la sombra de su vice. Modificar los términos de esta ecuación no cambiará el resultado. A menos que la soja vuelva a cotizar a 600 dólares y que Fernández decida asumir el poder en plenitud, dando un giro copernicano a sus actuales políticas y asumiendo que efectivamente lo dejen hacerlo, el pronóstico es sombrío. Demasiado como para ignorar las consecuencias de continuar por la misma senda.

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