Desde la semana pasada que el gobierno venía amagando con incrementarlas para preservar “la mesa de los argentinos”. Cecilia Todesca, la vicejefa de gabinete, dijo que no se descartaba hacerlo para desacoplar el precio local de los alimentos respecto a los internacionales, en tanto que el propio presidente había amenazado, posteriormente, con “subir las retenciones, que en este momento están acotadas, o poner cupos” a las exportaciones.
Las expresiones, de máximo nivel, tensaron los ánimos de los productores agropecuarios, quienes aseguraron que tomarían represalias si estas medidas llegaban a concretarse. La Mesa de Enlace se apresuró en solicitar una audiencia con el Jefe de Estado, la que les fue rápidamente concedida.
El miércoles, Fernández y los ruralistas se vieron las caras en la Casa Rosada. La reunión fue larga y, aparentemente, fructífera. Al finalizar, fue el ministro de agricultura, el irrelevante Luis Basterra, quién ofició de vocero: “el presidente dijo que las retenciones no son el instrumento, que él no tiene la voluntad ni la intención de aplicarlas sino que propone que se alcance un acuerdo”. Jorge Chemes, de Confederaciones Agrarias Argentinas, ratificó la versión oficial: “no va a haber incremento a las retenciones y ni tampoco intervención”. La sangre, por ahora, no llegará al río.
Ahora bien, si todo sigue como entonces, ¿porqué el gobierno se embarca en este tipo de escaramuzas? No se explica cuál es el propósito último de estos amagues, si agradar al ala dura del Frente de Todos, aunque sea por un par de días, o de mostrarse firme frente al único sector de la economía que no necesita del Estado (probablemente todo lo contrario) para crecer. Sea cual fuere el motivo, estas refriegas dialécticas debilitan todavía más a un presidente cuya palabra se encuentra fuertemente devaluada.
Ejecutado el nuevo retroceso de Fernández, subsiste empero el diagnóstico oficial: los precios suben porque previamente lo hacen las commodities. Descartada la herramienta de las retenciones para hacer frente al problema, se propone ahora un gran acuerdo sectorial para evitar el doloroso efecto de, paradójicamente, una benéfica consecuencia macroeconómica. El apuro se explica por el 4% de inflación de enero, la misma marca que diciembre. Tanto los productores como los empresarios, con más deseos de ganar tiempo que de teorizar, se prestarían nominalmente a secundar la estrategia pactista, tantas veces intentada y otras tantas fracasada.
Lamentablemente, la realidad señala que ningún acuerdo de precios evitará que estos sigan subiendo. Cualquiera lo sabe. Porque el problema no es el incremento de las commodities sino la inflación, que es una consecuencia del enorme gasto fiscal y de la consiguiente emisión monetaria destinado a financiarlo. Basta observar que sucede en el resto del mundo. Los valores del maíz, de la soja o del trigo son universales, rigen para todos los países. Sin embargo, en ninguna otra parte se disparan los índices inflacionarios o se transforman en vallas para adquirir alimentos. El fenómeno solo sucede en la Argentina o, para ser más precisos, en las mentes afiebradas de sus gobernantes.
El debate también ilustra sobre el lamentable cortoplacismo de la economía criolla. El gobierno necesita divisas como los humanos el agua. Esta es la razón por la cual el dólar oficial se encuentra sobrevaluado: se pretende favorecer las exportaciones y desalentar las importaciones o su compra por parte de ahorristas desconfiados del peso. Cuando, finalmente, aparece una buena noticia para el Banco Central, esto es, que los productos exportables del país valen más gracias a la demanda internacional, los mismos que ruegan por más dólares pretenden limitarlos porque cae el poder adquisitivo de la mayoría de la población.
Lamentablemente así funciona el asunto. No se puede tener lo mejor de dos mundos. Si se atraen dólares a través de una devaluación, caerán los salarios reales. Contrario sensu, si se pretende que estos aumenten en términos relativos, aquél debería abaratarse. Esta tensión podría disimularse con una economía en crecimiento, pero hace rato que la Argentina ha dejado de crecer. Salvo el campo, la productividad media del país es declinante y nada hace suponer que mejorará. Para mejorarla se necesitan inversiones y estas requieren de confianza. Huelga decir que ni Fernández ni el Frente de Todos -el mascarón de proa de Cristina Fernández- se encuentran en condiciones de generarla. Todas sus señales son antimercado y antiglobalización. Los que desean invertir, suponiendo que efectivamente exista tal clase de aventureros, solo pretenden que en el próximo turno electoral el actual oficialismo deje de ser tal.
Claro que siempre hay chances de que el presidente cambie de opinión y se decida a hacer lo que debe hacer. La mala noticia, al menos para él, es que un giro copernicano en sus políticas lo enfrentaría con su mentora, un acontecimiento que podría producir una catástrofe institucional, amén de una amarga guerra civil dentro de la coalición gobernante. Hasta que Fernández no acepte que este es su único desafío continuará a lo Michael Jackson, amagando con avanzar pero retrocediendo siempre que se le presente un obstáculo, como si toda su gestión consistiera en emular la célebre caminata lunar del Rey del Pop.