En tan solo un mensaje, Alberto Fernández dinamitó los frágiles puentes que aún lo unían con Horacio Rodríguez Larreta (el opositor más dialoguista) y, también, con el gobernador Juan Schiaretti, la figurita difícil para el sueño presidencial de un peronismo reunificado.
Bastó que el primer mandatario dispusiera suspender las clases presenciales en el AMBA y que invitara a las provincias a imitarlo para lograr sendos retrocesos. La principal víctima de las nuevas prohibiciones fue el jefe de gobierno porteño, quien no se anduvo con vueltas Desafiando su autoimpuesto perfil de moderado, aseguró que “el gobierno nacional decidió romper el mecanismo de diálogo y consenso que veníamos sosteniendo hace más de un año y que no fuimos consultados sobre ninguna de las medidas que se tomaron” añadiendo, entre otras filípicas, que presidente tomó “medidas restrictivas, entre otras cosas, porque no cumplió con la cantidad de vacunas que prometió a finales del año pasado”. Munición gruesa, acompañada por la masiva solidaridad de Juntos por el Cambio.
Schiaretti, en cambio, no tuvo necesidad de decir nada. Fue su silencio, precisamente, la estocada más dolorosa hacia la Casa Rosada. “Nada cambiará en Córdoba”, fue la lacónica respuesta con la que su administración se diferenció de la suspensión de la presencialidad y de las nuevas limitaciones a la circulación. Por ahora, y en lo que al cordobés respecta, lo que ordene Fernández parece provenir de la sonda Perseverance en Marte.
Para el gobernador, las nuevas medidas del Poder Ejecutivo le vienen como anillo al dedo. Es una nueva y valiosa oportunidad para diferenciarse todavía más del Frente de Todos sin necesidad de declaraciones altisonantes ni de rupturas teatrales. Con este tipo de decisiones, Alberto inocula más dosis de antikirchnerismo a quién ha intentado sumar como aliado desde el comienzo mismo de su gestión, claramente sin éxito.
Esto permite que Schiaretti insista en su insularidad política y que, precisamente por ello, siga cobrando relevancia a nivel nacional. A medida que la imagen presidencial se desmorona aparecen nuevas oportunidades para los peronistas que, aunque a regañadientes, aceptaron su “liderazgo” en la convicción de fortalecer al partido por sobre la avanzada de Cristina y de La Cámpora. Ahora todo esto se encuentra en entredicho.
Claro que esto también supone un riesgo. Córdoba no es una isla, al menos en lo que respecta al coronavirus. Es de esperarse que la curva de contagios -también la de muertes- suba tanto en la provincia como en el resto del país. De momento, el gobernador puede resistir las presiones por incrementar las restricciones porque el sistema de salud local tiene margen para aguantar, pero esta situación puede cambiar de un momento a otro. Si se verificara la tan temida saturación de camas críticas, ¿podría Schiaretti dar vuelta sobre sus pasos? Sin poder aventurar una respuesta definitiva ante tal eventualidad, es posible especular con que pagaría un alto precio si efectivamente lo hiciera.
No obstante, ante la presente coyuntura está la duda puede ser dejada de lado. Es tanto el rechazo que han generado los anuncios del presidente que, salvo en el ala más dura del oficialismo, no existe ningún sector independiente de la opinión pública que los haya avalado. El cierre de las escuelas en el gran Buenos Aires amenaza en transformarse en una 125 educativa. En lugar de enfrentarse con los hombres del campo como en 2008, ahora el gobierno se encuentra frente a una potencial batalla contra familias y alumnos.
Las evidencias de que el sistema educativo no es fuente de contagios resultan abrumadoras. Menos del 1% de las burbujas escolares han activado protocolos Covid. La mayoría de los especialistas señala que las escuelas son más seguras que los hogares en la materia. Incluso Nicolás Trotta, el ministro del área del propio gobierno nacional, ha repetido hasta el cansancio que las clases presenciales no entrañan peligro para la salud pública. Dados sus anteriores dichos, su actual silencio debe ser tratado con indulgencia.
Existe otra arista que desnuda el linaje de la suspensión de la discordia. Si bien Fernández formalmente las suscribe, por detrás se asoman figuras tan ominosas como las de Roberto Baradell y Axel Kicillof. El sindicalista viene militando desde hace varias semanas para terminar con la presencialidad argumentando toda clase de calamidades sin refrendo estadístico, mientras que el gobernador bonaerense es un adalid declarado de las restricciones draconianas, fiel a su formación sovietizante y su populismo sanitarista. Ambos entornan al presidente, empequeñeciendo y diluyendo su autoridad, como si fuera un tramitador de las necesidades del conurbano antes que el representante de todos los argentinos.
Además, subsisten las dudas sobre que tan efectivas puedan ser las clases virtuales, especialmente en las escuelas públicas. Probablemente por cierto pudor ante lo que, en 2020, fue presentado como inevitable, no hay estudios muy precisos sobre el impacto de aquellas sobre la formación de los estudiantes, no obstante que existen sospechas de que se trató de una auténtica tragedia que castigó a los sectores más vulnerables. Muchas familias no quieren repetir la humillación de tener a sus hijos sin colegios por carecer de conectividad, computadoras o, simplemente, de cierta privacidad para absorber conocimientos. Sin escuelas, la calle es la que ocupa el lugar vacante.
El presidente ha quedado expuesto una vez más y su margen es cada vez más estrecho. Se ha metido sobre el que, probablemente, sea el tema más sensible del momento y que mayor consenso presenta en la sociedad. Sus aliados, esta vez, son dirigentes controversiales, asociados al clientelismo y la burocracia. Nada queda del sólido frente estructurado contra la pandemia a comienzos del año pasado, y son muchos los que, como Schiaretti, no dudan en mostrarse cada vez más distantes de los lineamientos del Frente de Todos. Sin vacunas, sin escuelas en el AMBA y cada vez más recostado sobre el ala más dura de su espacio, Fernández inocula el mayor escepticismo sobre su propia gestión.