El país se abismará el 15 de noviembre. Córdoba también. El presidente Alberto Fernández podrá cantar tres hurras porque esta provincia se alineará con la Nación. Es imposible que la onda expansiva no llegue a todos los rincones del país. A las provincias-feudos crónicamente asistidas por la caja del gobierno nacional (ahora dolosamente) y también a las administradas razonablemente. Esta es la principal razón de los pataleos de Juan Schiaretti, un administrador obsesivo que sigue haciendo obra pública en el medio del huracán que ya toca sus costas y que pronto nos dejará en el ojo de la tormenta. Y esto sucederá cualquiera sea el resultado del domingo, lo más seguro con una dura derrota de la Armada Brancaleone que detenta el poder. La metáfora es apropiada, salvo con una corrección: el estropicio que nos gobierna no tiene ni lejos la capacidad histriónica de Vittorio Gassman.
El gobernador y la provincia han entrado de lleno en la cartelera mediática nacional. Todo por mérito de las réplicas de funcionarios nacionales a las críticas por la escandalosa asimetría en el reparto de los subsidios nacionales, a favor del conurbano bonaerense, coto de Cristina, y en desmedro de todo el interior. El más reciente episodio ha sido el reproche de Alberto Fernández al presunto escisionismo de Córdoba, en donde su electorado castiga desde hace 20 años al kirchnerismo. La nacionalidad argentina quiere ser homologada por el mandatario al régimen cleptocrático de los K. Schiaretti sumó deliberadamente este tramo al guion electoral porque busca diferenciarse del discurso de Juntos por el Cambio. Larreta, Macri y compañía no pueden suscribir estos reproches porque va en dirección opuesta a los intereses de su electorado, particularmente en la ciudad de Buenos Aires. Para sorpresa, el jefe de gobierno porteño se plegó a la discusión del lado del cordobés. Pero no fue más allá. No puede.
Pero este protagonismo de Schiaretti no trasciende aún lo mediático. Si tiene pretensiones de jugar en 2023 debe ir más allá de las cámaras. Queda tiempo. Pero tampoco debería desdeñarse esta flamante figuración. Muchos dirigentes expectables miran hacia Córdoba, incluso desde provincias administradas por el radicalismo. Es que los múltiples escenarios que se prefiguran para la odisea que vivirá el país en los dos años de mandatos que le quedan al Frente de Todos, hay algunos muy audaces e imaginativos, que pergeñan renuncias en el más alto nivel del gobierno nacional y recuerdan que cuando despuntaba el siglo se convocó a la Asamblea Legislativa para resolver la acefalía que provocó la renuncia de Fernando de la Rúa, previa deserción de Chacho Álvarez. Aquella vez hubo un intento fallido –Adolfo Rodríguez Saa- y luego el timón lo tomó Eduardo Duhalde, sentado sobre el distrito decisivo de la provincia de Buenos Aires. Hoy a nadie se le ocurre siquiera imaginarse para ese rol a Axel Kicillof, uno –entre muchos- de los grandes desaciertos de Cristina. Córdoba no es Buenos Aires pero es el segundo distrito electoral del país, está en las antípodas de la vicepresidente y es el gobernador peronista más prestigiado.
Este escenario de crisis institucional, renuncias y relevos tiene una falla que parece crucial. El hipotético alejamiento de Alberto Fernández depositaría a Cristina en el poder, el plan B que tanto aterrorizaba el politicólogo Andrés Malhanud al promediar el primer año del ya lejanísimo 2020. Visto desde Córdoba ese plan alternativo espantaba. Ahora el espanto es el plan A y la alternativa, pura ficción. Cristina perderá en su propio reducto electoral. Su crédito está agotado entre los gobernadores peronistas, intendentes del conurbano y la dirigencia gremial, todos con su propia quinta que cuidar. Es poco menos que una proeza imaginar el futuro de estos dos dirigentes. A los más fervorosos anti Cristina le cuesta poco armar una conjetura patibularia, pero cualquier observador o actor medianamente alfabetizado en historia política sabe lo traumático e incluso costoso para sus propios intereses que es llevar a la cárcel a un líder peronista. Allí está Juan Perón con su temprano arresto en Martín García que terminó depositándolo en la Presidencia. Y esto por no hablar de los 18 años de exilio que lo volvieron a reponer en la Casa Rosada.
Lo cierto es que quien no está en la piel de un argentino y tiene solo un afán intelectual para seguir de cerca el desarrollo de los acontecimientos futuros, este país será un verdadero laboratorio político. Tal vez el único aliciente que precipite los acontecimientos es que quizás ponga fin a esta larga agonía del país. Solo tal vez porque en la larga decadencia de Argentina se han ensayado varias alternativas al peronismo y todas terminaron en desastre. Todos los presidentes –a excepción de Frondizi, Illia y Alfonsín- terminaron con un prontuario. No en la Justicia, por supuesto, que es parte de los grandes problemas del país. Para tener presente los desvaríos de los que mandan y futuros periplos en el laberinto que se abre, ténganse presentes recientes cavilaciones del presidente en ejercicio, al cierre de la campaña electoral. Personajes muy cercanos a Alberto Fernández –casi siguiendo los ensayos imaginativos de esta nota- aseguran que rodeado de los pocos de los suyos que le quedan, jugaba acertijos sobre cuál sería el mejor de los escenarios posibles para que siga vivo su proyecto de reelección.