En su discurso del domingo pasado, a la hora de anunciar la prórroga de la cuarentena debido al COVID-19, el presidente Alberto Fernández cometió un furcio lamentable. Refiriéndose elípticamente a una decisión de la empresa Techint, dijo que “algunos miserables olvidan a quienes trabajan para ellos y en la crisis los despiden”. El mandatario soslayó, se presume que involuntariamente, el hecho de que el convenio laboral con la UOCRA permite que se pueda indemnizar a sus trabajadores cuando, por cualquier motivo, las construcciones en las que trabajan sean canceladas o se encuentre temporalmente paralizadas. No es necesario llamar la atención que Techint, como el resto de las compañías del rubro, tienen suspendidos todos sus proyectos por las decisiones que, correctamente, ha tomado el propio gobierno nacional.
Estas acusaciones constituyen un gafe que complica la propia estrategia presidencial de enfrentar la amenaza del coronavirus con una mezcla de firmeza y consensos. Es más que probable -aunque de momento se haya guardado un silencio comprensivo- que ni opositores ni gobernadores acuerden con la supuesta miserabilidad del mundo empresario postulada por Fernández. Especialmente estos últimos, así como la totalidad de los intendentes del país, prenden velas para que los hombres de negocios se encuentren en condiciones de pagar los impuestos cuando finalice abril. Flaco favor hizo este exabrupto para aspirar a tal propósito.
En rigor, los empresarios son las grandes víctimas de las recientes decisiones del gobierno nacional. La mayoría de sus empresas están impedidas de comprar y vender y, por ello, incapacitadas para hacer caja. Sin dinero, el pago de salarios a sus dependientes se hará cuesta arriba conforme continúen las restricciones en vigor. Algunas intentan hacer teletrabajo (muchas lo logran), pero las transacciones financieras se encuentran virtualmente paralizadas. Una buena parte deberá recurrir al sector bancario para cumplir con sueldos y jornales.
Cualquier asesor financiero diría, en épocas normales, que tomar un crédito para pagar gastos corrientes es la antesala a la bancarrota. Es lo que piensan, sin dudas, la mayoría de los hombres de negocios. Aun así, están dispuestos a recurrir a este extremo en la convicción que, tras la cuarentena, habrá un respiro. También pesan sus propias convicciones morales (que existen, aunque se trate de dinero y de pérdidas descomunales), las cuales aconsejan acompañar las draconianas medidas que se han tomado para evitar miles de contagios y un número aun indeterminado de muertes por el virus importado de Wuhan. A despecho de las visiones del capitalismo que se tienen desde La Cámpora, hace tiempo que su versión manchesteriana, a lo Dickens, ha pasado a la historia. Nadie, ni desde el mundo del capital ni del trabajo, considera que esta sea una oportunidad de bajar los costos.
Teniendo esto en cuenta, el presidente llama miserables a la diminuta porción de la sociedad que da empleo y que está dispuesta a sostenerlo pese a las dificultades de la hora. El término es particularmente ofensivo. Evoca a Víctor Hugo y su inmortal novela y va más allá de la tacañería o la extrema frugalidad con la que se lo utiliza coloquialmente en diferentes regiones del país. Remite a cuestiones humanas complejas, como la infamia, la indiferencia social, la explotación o la discriminación. Nadie, ni siquiera la corporación más anónima, desea estar comprendida en tal categoría. Especialmente en estos momentos en que el cinturón aprieta democráticamente.
Es probablemente por esta razón que un video grabado espontáneamente por un empresario cordobés se haya vuelto viral. “Presidente, el miserable sos vos”, le espetó en una grabación casera de amplia repercusión. Más allá de algunos lugares comunes sobre los políticos y sus supuestos salarios de privilegio, el hombre hizo hincapié en que el empresariado, lejos de ser el villano de la película, es un actor que está haciendo lo imposible para mantener los puestos de trabajo y pagar los impuestos pese a que nadie parece estar considerando, seriamente, en acudir a su ayuda. Ni siquiera un gobierno que, en medio de su monserga de la solidaridad, atina a reducir el gasto público o moderar sus pretensiones tributarias. Lejos de Jean Valjean, la Casa Rosada es un Javert obsesionado con los supuestos excesos de quienes representan, en realidad, los héroes de la productividad pese a todos los contratiempos.
La gran pregunta es porqué Fernández dijo lo que dijo sobre un tema tan controversial y justo en el momento en que todo el arco político y social del país se encontraba alabando su conducta y el manejo de la crisis. ¿Fue un tributo a su mentora, la actual vicepresidenta? ¿Se trató de una sobreactuación destinada al kirchnerismo más duro, para que no se lo acuse de flojera ante los supuestos “poderes hegemónicos”?
Si esta fue la motivación subyacente a su filípica debe decirse que retrocedió varios casilleros. Al asumir su gestión, Fernández tenía un complejo de inferioridad por haber llegado al poder gracias a un tuit. Hasta la irrupción de la pandemia, muchas de sus iniciativas parecían estar a medio camino de cualquier destino; tan fuerte resultaba su dependencia hacia Cristina. No obstante, el COVID-19 le permitió mostrar un estilo propio, un ensamble de convicción y diálogo que despertó elogios incluso en sectores tradicionalmente refractarios al peronismo. Si la veracidad del dicho: “lo que no mata, fortalece” es comprobable, el presidente se encaminaba a consolidar su administración bajo una impronta diferente y, hasta cierto punto, unificadora.
Lamentablemente, en lugar de insistir en una hoja de ruta que parecía estar funcionando, el furcio contra los empresarios complica innecesariamente su legitimidad política. Hipotéticamente, si hubiera estado tocando la guitarra junto a su ídolo Luis Alberto Spinetta en el concierto de su vida, el músico se había tapado los oídos ante semejante desafino. Hay lugares en donde este tipo de equivocaciones se pagan caras.
No obstante, nada es para siempre. Fernández bien podría pedir disculpas ante el error y tender un puente hacia el sector que ofendió sin mejor causa. Después de todo, funcionarios, trabajadores y empresarios están nerviosos frente a una situación inédita, que mantiene en vilo aun a los más templados. El presidente puede equivocarse como cualquiera, especialmente cuando de sus decisiones dependen millones de argentinos y también la prosperidad (o la ruina) de las compañías que les dan trabajo. Cualquiera entendería el exceso y lo dispensaría benévolamente.
¿Lo hará? Probablemente no. Los políticos argentinos (sin distinción de géneros) están educados en la cultura del macho, que prescribe que cualquier gesto de humildad o de contrición puede ser tomado como una confesión de debilidad. Pero para un presidente que se encuentra en plena construcción de su legitimidad el gesto podría ayudarlo frente a sectores que devendrán, forzosamente, en aliados de la post cuarentena. ¿O en serio supone Fernández que los piqueteros o los denominados actores de la “economía popular” vendrán en ayuda del empleo formal o de las inversiones cuando pase la tormenta? Acusar a empresarios o empresas de los problemas que vive el país es ser injusto. Un estadista debería ser consciente de tal riesgo, especialmente en el contexto que vive la Argentina más allá del COVID-19 y sus complicaciones.