El 12 de junio de 1995, la vida de Marisa Centenaro dio un giro de 180 grados. Sergio, su marido, había fallecido en un accidente de tránsito, en Santiago del Estero. Con un embarazo de cinco meses de gestación y apenas tres años de recibida, la abogada se encontró sola y quebrada.
Un año antes, Sergio había decidido incursionar en el transporte de autos. Había comprado un camión para hacer los fletes. Como le había ido bien, compró un segundo camión, sacando un crédito y poniendo la casa de sus padres como garantía.
Al momento del choque, el camión quedó destruido. La vida de Marisa se detuvo como en puntos suspensivos: “Mi matrimonio se terminó cuando estaba en su momento más lindo. Habíamos programado casarnos y que nuestro hijo naciera en primavera”. Pero a partir del accidente, los planes se diluyeron como agua entre los dedos.
“El panorama no pudo ser peor, con un niño que había que traer al mundo y mantener. Con gente a la que debía procurar tranquilidad económica y espiritual porque la casa de mis suegros corría peligro. No tenía chances de quedarme parada. Tenía que hacerle frente a la desgracia”, cuenta la mujer de 54 años.
Cuando en octubre nace su primer hijo, José Ignacio, decide dedicarse de lleno a su profesión.
Hoy reconoce que nada habría sido posible sin la ayuda de sus padres, Mirta y Ángel, quienes criaron y alimentaron al pequeño como un hijo más: “Salía a las siete de la mañana y volvía al mediodía. Sabía que mi hijo estaba en las mejores manos, las de mi mamá. Tuve una gran ayuda y acompañamiento de toda mi familia”.
Marisa se preguntó durante mucho tiempo el porqué de tanto dolor. Hoy reconoce que no tiene esa respuesta pero sí encontró el para qué de ese sufrimiento. En los años posteriores al choque, asesoró legalmente a mujeres que habían enviudado, acompañó a padres que habían perdido a sus hijos de manera natural o trágica. “Se sentían tranquilos y contenidos porque nos hermanaba un dolor que no necesitaba explicaciones”, reconoce hoy emocionada.
Primera terminal
El tiempo fue encajando las piezas del rompecabezas. Entre 1998 y 1999, surge la posibilidad de poner una estación de gas en Pilar.
Marisa logra que Ecogas le apruebe la primera factibilidad para el pueblo y armó el proyecto en la neurálgica esquina que une la ruta 9 con la 13.
La idea era armar el proyecto y después decidir si lo vendía. Un pasacalles anunciaba en esa esquina: “Próximamente GNC”.
“Contratamos un arquitecto y marcamos los cimientos. Cuando ya habíamos llegado hasta el techo, me encariñé con la estación y no la quise vender”.
Además de GNC, anexó combustibles líquidos y construyó allí la primera terminal de ómnibus de Pilar (declarada de interés municipal). Antes, el pueblo solo tenía una parada oficial en otro lugar. “Ofrecí el predio para que la empresa Malvinas Argentinas tuviera un lugar para estacionar los colectivos. Esos coches vistieron la estación”.
Junto con el bar, el combo cerraba como un punto perfecto de encuentro.
El primero de julio del 2000, cinco años más tarde del accidente, Marisa pudo cambiar de pasacalles y poner “Estamos vendiendo GNC”. Inauguraron la estación una ventosa tarde con una fiesta en la que no faltó ni el cura.
“Durante más de 20 años, mi estación de servicio fue blanca”, cuenta, al tiempo que explica que –a diferencia de las estaciones de bandera–, éstas no tienen contrato de provisión con ninguna petrolera. Se abastecen de un distribuidor.
Autoconvocados
Al contar con un eslabón más en la cadena de comercialización, los estacioneros blancos suelen tener más dificultades para lidiar con los precios y con algunos clientes que, por desconocimiento, desconfían de la procedencia del producto. Sin embargo, estas estaciones cumplen con las mismas obligaciones que las demás, como controles e inspecciones, y el producto también proviene de una petrolera, sólo que intermediado por un distribuidor, aclara Marisa.
Como a muchos, la pandemia fue para ella un punto de inflexión. Aunque era servicio esencial, la venta de combustibles descendió estrepitosamente los tres primeros meses de la cuarentena. Después, pese a que la actividad se recuperó lentamente, nunca llegó a los niveles previos a la pandemia.
En 2021, atravesaron un congelamiento de precios que se vio reflejado en el surtidor pero que no alcanzó al resto de los gastos de una estación de servicio.
Junto con su hermano, Marisa comenzó a contactarse con otros comerciantes de su rubro (vía Zoom) y así surgió un grupo autoconvocado de estacioneros blancos del interior del país “en defensa de nuestros derechos legítimos”. Ella ya tenía experiencia cuando, a partir de los congelamientos de precios de 2018 y 2019, también se había formado la Cámara de Expendedores de Combustibles del Interior de la Provincia de Córdoba (Cecipco), que preside desde entonces.
“Nos unió la crisis y el espanto. Nos armamos como grupo para llevar un reclamo en común. Pedíamos que nos aseguraran un canal de comercialización para los estacioneros blancos”.
La pandemia también fue un período de introspección. Hace unos meses, su estación pasó a comercializar directamente productos de la petrolera Shell.
Marisa –quien además preside el Colegio de Abogados de Córdoba, delegación Río Segundo– decidió seguir adelante. Conservar su comercio, que es fuente de empleo para la ciudad, y confiar en la simbiosis que aporta al negocio su profesión.
Hoy reconoce que ha tenido dificultades como todos, pero su condición de mujer le ha demandado quizás un esfuerzo extra. Mirando en retrospectiva agradece el apoyo de quienes siempre la acompañaron, entre ellos, Raúl, padre de Sofía, su segunda hija. Ya no se pregunta porqué tuvo que vivir lo que vivió siendo ella tan joven. Por lo menos, esas dudas ya no le carcomen la cabeza. Está convencida de que aquel dolor actuó también como un motor que la condujo a ser quien es hoy.
Y cuando las dudas la asaltan y está al borde de darse por vencida, recuerda las palabras con las que abrió su estación de servicio, hace 22 años. “Veni, vidi, vici”, las tres palabras de Julio César que aprendió en la facultad de Derecho: “Vine, vi y vencí”.