La ENA, otro paso más hacia Venezuela

(Por Pablo Esteban Dávila) El neochavista Alberto Fernández acaba de dar un paso más para convertir al país en la Venezuela del Cono Sur. Ayer, la portavoz presidencia Gabriela Cerruti confirmó que el Gobierno trabaja en la creación de una Empresa Nacional de Alimentos “para controlar los precios”. La idea había sido planteada, originariamente, por el director nacional de Políticas Integradoras del Ministerio de Desarrollo Social, Rafael Klejzer, quien dijo que aquella “permitirá impulsar el rol activo del Estado, en cuanto a la planificación, regulación, control, producción, análisis de costos y comercialización de los alimentos, en un mercado que hoy está fuertemente concentrado y en manos de grandes corporaciones”. Todo indica que el presidente ha hecho propios estos argumentos. Curioso sistema toma de decisiones: las segundas líneas imponen la agenda al primer mandatario.

Como fuere, la iniciativa es psicodélica. El gobierno pretende crear una empresa para que fije el costo de los alimentos que consumen los argentinos, una suerte de YPF de la comida, en un sector en donde existe una importante competencia y que se nutre de grandes, medianas y pequeñas empresas. Si algo no falta en la Argentina son productores de alimentos ni compañías que los procesen para ofrecerlos al mercado. Y, sin embargo, Alberto parece hacer caso omiso a la realidad y avanzar hacia donde el más elemental sentido común económico le dice que no vaya.

Las pruebas para desalentar semejante Frankenstein son abrumadoras. Comiéncese con la gestión de las empresas públicas. Desde que Néstor Kirchner comenzó a desandar el camino iniciado por Carlos Menem en los ’90, ninguna de las empresas reestatizadas mostró nunca ni superávit ni una gestión adecuada. Todas, desde YPF hasta Aerolíneas Argentinas, pasando por AySA y Yacimientos Fiscales de Río Turbio, son un modelo de inoperancia. El déficit que en conjunto generan lo pagan, como es costumbre, los contribuyentes de todo el país y la emisión monetaria.

Continúese por la materialización de la ENA. Toda empresa, pública o privada, necesita un capital para poder constituirse y, a posteriori, desenvolverse en el mercado. Si, como parece ser este el caso, su función será nada menos que el proveer alimentos a millones de personas a precios por debajo de lo que dictan las leyes de la oferta y la demanda, se supone que la inyección de dinero a recibir debería ser cuantiosa.

Esto remite a una cuestión fascinante: ¿de donde saldrían montos semejantes? Con un Estado quebrado, sin crédito ni confianza de ninguna índole, el capital solo podría integrarse por billetes surgidos de la emisión monetaria. No existe ninguna otra alternativa. Ningún filántropo, mucho menos el FMI, podría plata en una locura semejante. Martín Guzmán debería, quizá contra su voluntad, reclamarle al Banco Central que emita miles de millones de pesos adicionales para financiar el sueño de la polenta nacional y popular.

La inflación, como cualquier infante lo sabe, es la hija putativa del exceso de dinero. No es, como quiere creer la corriente de analfabetismo económico que prevalece el Frente de Todos, una consecuencia de la avaricia de unos pocos: si fuera cierto que, por culpa de “diez empresas que controlan el mercado de los alimentos” sus precios aumentan constantemente, pues estos incrementos no deberían afectar a los del resto de los bienes y servicios. Si, como ocurre en la actualidad, todos los precios suben al mismo tiempo, independientemente de que rubro se trate, la explicación no es la codicia de los monopolios, oligopolios o de Rico Mc Pato sino de que existen muchos más pesos circulando de los que demanda el mercado.

Una de las primeras consecuencias, por lo tanto, de la ENA sería, paradójicamente, el incremento de la inflación, dado que su capitalización solo sería posible con los papelitos de colores que, día tras días, se empeñan en pintar Miguel Ángel Pesce y el pobre de Guzmán. Más inflación encarecería los alimentos objeto de la preocupación oficialista, lo que contradeciría los fines del establecimiento de esta empresa.

No puede soslayarse, asimismo, los aspectos organizacionales que semejante criatura debería contemplar. ¿Se trataría, acaso, de una compañía de integración vertical, con producción, elaboración y venta al público con su propia marca o de una especie de Junta Nacional de Granos, cuya función es la de arbitrar el precio del mercado con los de los consumidores, comprando caro y vendiendo baratos?

Cualquiera fuera el perfil que se adoptase la tarea sería ciclópea y, dados los antecedentes de anteriores experiencias estatales, seguramente fútiles. La ENA perdería mucho, pero mucho dinero que, todo el tiempo, exigiría mayores recursos públicos, como actualmente lo hace Aerolíneas, entre decenas de otras maravillas de gestión pública. Otra vez mayor emisión, con las consecuencias inflacionarias que todo el mundo conoce, excepto Alberto y sus funcionarios, siempre empeñados en el atraso.

Además, queda el aspecto distorsivo de la iniciativa. ¿Cómo podrían competir los privados contra una empresa que jamás quebraría y que tendría bolsillos de payaso? Uno a uno se fundiría o abandonarían la partida, dejando de pagar los impuestos que, entre otros beneficios, permiten llevar a cabo tonterías como la propuesta. La ENA, de esta forma, se convertiría en el Pantagruel de la producción privada, liquidando al mercado y la eficiencia de los precios de equilibrio.

Lo grave es que, detrás de todo esto, subyacen dos aspectos ideológicos muy arraigados en el kirchnerismo y que tanto daño han producido y siguen produciendo. El primero es considerar que el Estado es mejor que el mercado para gestionar bienes y servicios. El segundo, explicitado en las épocas de Guillermo Moreno y del entonces ministro Axel Kicillof, es asociar precios con los costos de producción.

No hace falta decir mucho para demostrar la falacia del primer postulado. Las experiencias argentinas del Estado empresario son desastrosas y, en el mundo, hay pocos ejemplos exitosos. Solo izquierdistas alucinados creen todavía en los méritos del Estado como gran conductor económico. Se aplica aquí el aforismo del del poeta alemán Friedrich Hölderlin: “lo que siempre ha hecho del Estado un infierno en la tierra es que el hombre intentara convertir la tierra en su cielo”.

Al segundo aserto no le va mejor. Creer que un precio (o, más técnicamente, el valor) de un bien o servicio tiene que ver con los costos es no entender al capitalismo. Detrás del valor se esconden múltiples intangibles que solo el mercado es capaz de procesar. ¿Por qué se pagan más las primeras marcas cuando, en el fondo, tienen los mismos ingredientes de las segundas o las terceras? ¿Por qué un IPhone cuesta el triple de un Android promedio si sus prestaciones son equivalentes? El valor es determinado por la oferta y la demanda, y los funcionarios poco pueden hacer al respecto. La inflación, se insiste, no reside en el afán de lucro, sino en la omnipresencia de pesos que nadie quiere.

Solo existe un antecedente cercano a la ENA de Alberto: la estatal Productora y Distribuidora Venezolana de Alimentos (PDVA), creada por Hugo Chávez en 2008. ¿Sus resultados? Exactamente los mismos que el resto de las iniciativas del “Socialismo del Siglo XXI”: un auténtico desastre. La empresa se transformó en un antro de corrupción y, conforme desarrollaba sus actividades, los precios se dispararon a más del 700%. Los venezolanos, sarcásticos en su desesperación, se referían a ella como “Pudreval” por la cantidad de alimentos que su falta de gestión dejó descomponer en depósitos en un país con una hambruna endémica.

Ojalá que la tradicional ineficiencia K transforme a este proyecto en uno más de sus deseos nonatos.

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