Un país sin moneda

(Por Pablo Esteban Dávila) Episodio uno: un salteño fallece en Bolivia porque se le niegan servicios de salud que podrían haberlo salvado. El motivo: la falta de dólares o pesos bolivianos para pagar por la atención médica. “No, no, tu plata no sirve”, les dijeron a los amigos del fallecido cuando estos quisieron costear la emergencia con pesos argentinos.

Episodio dos: la semana pasada, algunos hinchas de Corinthians reciben a su equipo en la cancha de Boca Juniors con una lluvia de papelitos. Estos no son otra cosa que ¡billetes de mil pesos! Es una provocación a los Xeneizes, no cabe duda, pero parece evidente que a los brasileros no les produce ningún quebranto mofarse de esta forma de los empobrecidos argentinos.

Ambos son ejemplos de lo bajo que ha caído la moneda nacional. No solo porque, a nivel doméstico, el peso vale cada vez menos sino porque, en la comparación regional, su poder de compra es prácticamente inexistente.

Un informe del Instituto de Investigaciones Económicas (IIE) de la Bolsa de Comercio de Córdoba da cuenta, precisamente, de esta minusvalía. El billete local de mayor denominación, el de mil unidades, equivale a solo cuatro dólares al tipo de cambio paralelo. El de 100 pesos, que supo valer cien dólares durante la convertibilidad, hoy es cambio chico. No hace falta agregar mucho más análisis a estos datos.

Lo risible del caso es que esta depreciación se produce en el marco de un gobierno que habla continuamente de recuperar diversos tipos de “soberanías”, entre otras, la alimenticia, la energética y, aunque parezca sorprendente, también la monetaria. Al menos esto se desprende de lo afirmado por Alberto Fernández el 22 de mayo pasado al momento de presentar una nueva serie de billetes.

Es interesante comprobar que, en lo que hace a esta última soberanía, las cosas no estarían saliendo del todo bien, aunque tampoco con las otras, como es evidente. Fuera de las fronteras el peso es el hazmerreír de las divisas y, dentro de la Argentina, todo el mundo quiere sacárselo de encima como si fuera una papa caliente. No es solo una metáfora; literalmente, el peso se derrite en los bolsillos.

¿Cómo se hace para que una expresión de la soberanía estatal, como lo es sin duda la moneda, llegue a estos extremos grotescos? La respuesta es simple: el déficit público. Si durante años se gasta más de lo que se tiene el resultado no es otro que la licuefacción del signo monetario. El mecanismo es conocido. Como la recaudación impositiva no alcanza a sufragar los gastos del Estado, el gobierno debe recurrir a la emisión. El exceso de pesos genera inflación y esta, como es obvio, degrada su poder adquisitivo. Cuando más se emite, más profunda es la devaluación.

El problema es de los más pobres, generalmente atados a ingresos más o menos fijos, si es que los tienen. Un peso devaluado es equivalente a mayores penurias. No en vano Juan B. Justo, un socialista legendario, propiciaba una moneda fuerte como la mayor garantía del bienestar de la clase obrera. “Si por ignorancia, por delirio de progreso o por pillería, un gobierno emite papel en exceso, sobreviene la depreciación del billete”, escribía en 1903, muchos años antes que Milton Friedman dijera más o menos lo mismo. El Frente de Todos, lejos de Justo, se empeña sistemáticamente en ignorar aquella sentencia.

Muchos suponían que los argentinos habíamos desarrollado una animadversión colectiva contra la inflación. Luego de la traumática experiencia de la híper alfonsinista (dramático final de años de inflación de más de tres dígitos), la sociedad abrazó con ardor la convertibilidad de Carlos Menem y Domingo Cavallo. Incluso luego de la devaluación de Eduardo Duhalde en 2002 los índices de precios se movieron muy poco. Algunos optimistas afirmaron que el enfermo se había curado por completo.

Lamentablemente no fue así. Dado que Néstor primero y, posteriormente, su esposa, optaron por criterios fiscales populistas (subsidios generalizados, arrebatos estatizadores y repartija de planes sociales, entre otros dislates) las cajas se fueron terminando. Hubo que desempolvar la maquinita y volver a imprimir billetes para financiar la ilusión de vivir por sobre la productividad general del país. La exministra Felisa Miceli lo dijo en su momento: “prefiero un poco de inflación ante que la paz de los cementerios”. Lo mismo estamos en el camposanto, pero ahora sin paz.

Mauricio Macri no supo llevar adelante un programa de estabilización en serio y pagó las consecuencias. Diciendo que luchaba contra la inflación generó un 53,8% de aumento de precios en su último año de mandato. Alberto Fernández heredó la inercia de Juntos por el Cambio y optó por echar más leña al fuego con la excusa de la pandemia y por la necesidad de agradar a Cristina y su particular entendimiento de la economía.

No puede sorprender a nadie, por lo tanto, de que el peso sea apenas algo más que papel pintado, o que los argentinos que vivan en las fronteras opten por proteger su patrimonio con pesos bolivianos, guaraníes o uruguayos. Incluso el mero hecho de recurrir al cajero automático para hacerse de efectivo se ha transformado en una empresa incierta. Llenos de billetes sin valor, los usuarios literalmente desvalijan los expendedores para poder hacer frente a sus necesidades financieras, sin que los bancos den abasto para abastecerlos en tiempo y forma.

De momento no se conoce lo que piensa hacer Alberto Fernández y su ministra de Economía para detener este flagelo. Aunque es seguro que ambos se encuentran genuinamente preocupados por lo que ocurre con el peso, ninguno acierta en señalar palabras tales como “estabilidad” o “emisión” monetaria a modo de núcleo del problema. Por el contrario, se continúa con la bobería de la “multicausalidad” de la inflación o con el reemplazo de los animales por próceres en papeles que nadie quiere y, encima, por la misma denominación que antes. Suena cipayo, pero, puestos a elegir, los argentinos se decantan masivamente por George Washington antes que el heroico José de San Martín (el nuevo titular en el de mil pesos) en cuanto a billetes se refiere. Es el precio paradójico de vivir en un país sin moneda.

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