Sin rechazarlo explícitamente, la Senadora alertó sobre el hecho que, para dialogar, hacen falta dos partes y que ambas sepan exactamente para qué lo están haciendo. De lo contrario no sirve. Porque si se recurre al diálogo para buscar acuerdos y soluciones a la grave crisis que atraviesa al país, lo primero en que debe repararse es si los interesados realmente quieren y pueden asumir compromisos. Cuesta pensar que el Frente de Todos cuente con un plenipotenciario con poderes suficientes.
No hace falta abundar en detalles sobre este hándicap. El enfrentamiento entre el presidente y su vice se comenta hasta en los jardines de infantes, en tanto que el espectáculo de un gobierno loteado entre diferentes facciones se ha tornado en un auténtico caso de estudio. ¿A guisa de que representación podría sentarse algún interlocutor a dialogar? Alberto ni siquiera puede alinear a los funcionarios que les puso La Cámpora, mucho menos tomar decisiones autónomas; comprometerse frente a la oposición a hacer algo diferente suena a una auténtica tomada de pelo.
Tampoco, en rigor, tiene muchos interesados en sentarse a la mesa. Juntos por el Cambio ya avisó que el único diálogo posible debería realizarse en el ámbito del Congreso (donde el FdT se encuentra en minoría), un prerrequisito que, en los hechos, clausura cualquier aproximación. Vigo, quien seguramente encarna el pensamiento de Juan Schiaretti, sentenció que el gobierno no “está en condiciones de citar al diálogo cuando (…) la fuerza política que lo integra está dividida en cuatro partes”. Otros opositores pondrán excusas más o menos similares. La iniciativa, de efectivamente anunciarse, estaría muerta antes de nacer.
Hay poderosas razones para esquivarle a la jeringa. Una de ellas, quizá la principal, sea que todo el mundo da por terminado el ciclo de Fernández. No porque se aliente una salida precipitada del poder (este es el único consenso que existe) sino porque no parecen existir soluciones para un gobierno que no sabe lo que quiere ni que rumbo adoptar. Sentarse a conversar sería, dado el contexto, algo así como anunciar el propio suicidio político.
Además, y si el hipotético diálogo político tuviera lugar, el tema sería excluyente: como hacer rápidamente un ajuste para no dejarle al próximo una tarea tan desagradable, algo así como “te apoyamos Alberto para que hagas la gran Remes Lenicov” y no mucho más que eso. El presidente, por supuesto, se negaría, toda vez que llevar adelante un programa semejante terminaría por dinamitar los lazos que todavía mantiene con su propia oposición interna. Entonces; ¿para qué comenzar algo que será imposible llevar a buen puerto?
Justo es decir que estas dudas no son privativas de la oposición. También el Fondo Monetario Internacional se pregunta lo mismo. Ayer, mientras Silvina Batakis intentaba convencer a sus autoridades de que continuará la senda fijada por Martín Guzmán, arreciaron las versiones de una inminente llegada de Sergio Massa al gabinete. Y, entre los correveidiles, hubo algunos que hicieron circular la especie de que la ministra sería degradada a secretaria de Hacienda cuando ello ocurriese.
¿Creerle a Batakis o a los rumores? That´s the question, farfullan, en inglés, los funcionarios del organismo. Puede que este escepticismo los haya llevado a mostrarse muy cautos respecto a las voliciones de la ministra, a sabiendas de que todo puede cambiar de la noche a la mañana. Después de todo, tampoco ellos conocen exactamente que opina Cristina Kirchner sobre las intenciones de Batakis o si está feliz de que ella continúe, casi sin ninguna rectificación, la senda iniciada por su antecesor, quien se tuvo que ir precisamente por porfía.
Sucede que, en materia del poder, el oficialismo es un auténtico galimatías. No se sabe quién manda (aunque se sospeche), qué medidas están vigentes o cuales se implementarán o que rol ocupa cada uno en el gobierno. El presidente se desgasta todos los días un poco más con declaraciones necias -ayer le tocó el turno al campo por demorar la venta de la cosecha- en tanto que el actual jefe de Gabinete es incapaz de convocar al pleno de los ministros a una reunión de trabajo. Mientras tanto, a cada anuncio le sigue una contramedida. No se devaluará, pero hay un dólar diferente para cada actividad (anoche apareció el dólar – soja); no hay más ingresos al estado, pero entran 191 empleados un par de minutos antes; la lista de desatinos continúa al desvarío. Es cada vez más difícil tomar en serio al presidente y a sus decisiones.
Todo este cúmulo de situaciones otorga credenciales lógicas a las aprensiones de Vigo. Si el lenguaje del gobierno es un dialecto ajeno a cualquier filología política, entonces no hay ninguna posibilidad de hablar respecto a ninguna cosa. Este oscurantismo decisorio, paradójicamente, es lo único que parece claro dentro de una administración paralizada a la que ya nadie le cree y que ha perdido toda capacidad de acordar algo sensato, tanto dentro como afuera de la coalición que, se supone, debería sostenerla.