El Día de Muertos se remonta a más de 2.800 años, en el ciclo de la reencarnación compartido por los pueblos mesoamericanos. De acuerdo con la cosmología de los pueblos nahuas, el mundo de los vivos (Tlaltipac) y el de los muertos (Mictlán) se nutren mutuamente mediante la práctica del autosacrificio ritual. Así, para honrar a los habitantes del inframundo, los antiguos mexicanos celebraban dos fiestas anuales dedicadas a los muertos:
“Miccailhuitontli” o fiesta de los muertitos en julio, y “Ueymicaihuitl” o fiesta de los muertos grandes en agosto. Tras la destrucción del imperio Mexica o Azteca, los colonizadores emprendieron la “conquista espiritual” de los indígenas mexicanos, enajenando sus celebraciones para evangelizarlos. En consecuencia la fiesta se mudó al 1 y 2 de noviembre, para coincidir con el día de todos los santos. El Día de Muertos es celebrado en todo México ya que sintetiza el proceso del mestizaje que conformó el núcleo de la identidad mexicana. El contenido espiritual precolombino de estas fiestas subsiste a través del rito de la ofrenda. El rito del Día de Muertos es el medio a través del cual los vivos dialogan una vez más con los muertos, a quienes se les brinda la oportunidad una vez por año. El sentimiento espiritual de permanencia y realización es tan profundo que perdura. Es una fiesta que se celebra hasta que llega el alba.