Esto es sólo una parte del problema. La otra, probablemente más preocupante, es que ni siquiera se entiende que pretende hacer la Casa Rosada con el Mercosur y sus socios. Es un hecho que el presidente argentino profesa una inocultable antipatía por Jair Bolsonaro y que tampoco el mandamás de Uruguay, Luis Lacalle Pou, es de su agrado. Aunque no lo diga abiertamente, el común origen derechista de ambos configura un escollo insalvable para Alberto Fernández, siempre atento al veto progre del kirchnerismo.
No tener un mínimo de empatía con los líderes de los principales socios comerciales del país es, de por sí, negativo, pero todavía es peor no contar con un plan concreto para el mercado común que la Argentina integra con Brasil, Uruguay y Paraguay. La reciente decisión de levantarse de las negociaciones internacionales que Mercosur lleva adelante en materia de comercio internacional demuestra hasta qué punto el desconcierto es lo que prima en los conductores de la política exterior criolla.
Si lo que se quería era evitar que el bloque profundizara acuerdos extra regionales no hacía falta ningún desplante. Bastaba mantener silencio ante una propuesta de acuerdo con Corea del Sur o quien fuera. A diferencia de la Unión Europea, el Mercosur toma decisiones por consenso, no por mayoría. Esto garantiza a cualquiera de sus miembros de que nada le será impuesto a menos que sea aceptado explícitamente. El hecho de obrar de este modo es, casi, una declaración de guerra contra el objetivo de sumar nuevos mercados, uno de sus propósitos fundacionales.
¿Cuál es el propósito de Fernández con semejante cosa? Simplemente, garantizar mayor proteccionismo para los productos locales y preservar (es su creencia) el trabajo de los argentinos. Fiel al fetichismo del mercado interno, tan caro al peronismo tradicional, el presidente considera que mayores grados de apertura perjudicará a las Pymes en particular y a la industria nacional en general. El mundo es un molesto enemigo que debe esquivarse todas las veces que se pueda.
Fernández, no obstante, se equivoca al pensar de tal manera. Paga un tributo elevado a su condición de porteño con poco conocimiento del país. Porque cuando él considera que está protegiendo tal o cual empresa con este tipo de decisiones, sólo imagina los galpones del conurbano bonaerense y la épica de los obreros del 17 de octubre, algo que ya no existe. Si, en lugar de tanto localismo, preguntara a los gobernadores, especialmente a Juan Schiaretti o a Omar Perotti, que es lo que ellos harían en su lugar, las respuestas, seguramente, lo desconcertarían.
El caso de Córdoba es paradigmático. Su extendida industria automotriz funciona porque existe el Mercosur. Éste le otorga volumen a su producción, calidad a sus procesos y reconocimiento mundial. Los industriales locales consideran a Brasil como un socio fundamental, sin el que no tendrían horizonte alguno. Los autos argentinos no tendrían chance de competir en el mundo si no estuvieran protegidos por el paraguas de este acuerdo. Lo mismo ocurre con otras tantas industrias, como las que producen maquinaria agrícola en diferentes localidades del interior provincial.
Santa Fe, por su parte, vuelca buena parte de su producción de trigo hacia clientes brasileros. Y lo hace en condiciones ventajosas porque existen las reglas arancelarias del bloque, no porque Brasil no tenga acceso a otros proveedores de talla mundial. Para Perotti, el Mercosur es fundamental para la economía de su distrito; él necesita profundizar la integración regional, no erosionarla del modo inaugurado por el presidente.
Para un observador desapasionado sería sorprendente comprobar que, hasta diciembre del año pasado, la posición de la Argentina era exactamente la opuesta a la que actualmente sostiene. El expresidente Macri era el principal abogado de la apertura económica del Mercosur hacia la Unión Europea o los Estados Unidos, porque su gobierno estaba convencido de que el comercio internacional era parte de la solución, no del problema argentino. Cuatro meses después, su sucesor postula lo inverso.
Esto podría ser considerado una anomalía pero, de una lectura más atenta de la historia, surge que se trata de un lamentable ciclo político argentino. Desde la Declaración de Foz de Iguazú, suscripta en 1985 por los presidentes Raúl Alfonsín y José Sarney, piedra basal del acuerdo de integración, no todos los mandatarios argentinos mostraron idéntico entusiasmo por su consolidación y apertura al mundo. Carlos Menem fue, probablemente, el que mayor enjundia mostró al respecto, coqueteando incluso con el ALCA pregonado por Bill Clinton. Macri, quince años después del riojano, demostró similar talante, espoleando a Brasilia para que se concluyera de una vez por todas con el denominado Acuerdo de Asociación Estratégica con la Unión Europea.
Sin embargo, durante el extenso interregno K los lineamientos nacionales fueron muy diferentes. Tanto en el gobierno de Néstor como en el de Cristina Kirchner se identificó al Mercosur como una avanzada librecambista, contraria al mercado interno, y prácticamente no hubo avances en la materia pese al romance político que, por entonces, ambos sostuvieron con Luiz Inácio Lula da Silva. Basta recordar el amargo conflicto mantenido con Uruguay por la pastera de Botnia establecida en Fray Bentos para convenir que, en materia de integración, aquellos fueron años perdidos.
La historia parece repetirse con la administración Fernández. A la tradicional hostilidad peronista hacia el comercio internacional debe sumarse, ahora, un funcionariado político que no parece estar a la altura de las circunstancias. Desde el canciller Felipe Solá -severamente limitado por la pandemia del COVID-19- hasta Daniel Scioli, el embajador designado ante el Planalto, no parece existir la necesaria masa crítica como para destrabar una situación que, de momento, luce estancada y con pronósticos de deterioro.
No es aventurado afirmar que las relaciones entre Buenos Aires y Brasilia nunca estuvieron tan bajas. Fernández desairó a Bolsonaro cuando éste le propuso reunirse, a despecho de anteriores desencuentros, en Montevideo en ocasión de la asunción de Lacalle Pou y el brasileño no duda, cada vez que tiene oportunidad de hacerlo, de poner a la Argentina de ejemplo de lo que podría ocurrirle a su país de apartarse de la senda por él trazada. Hace falta poner paños fríos en una relación que está resquebrajada, pero en el Palacio San Martín no aparece el diplomático capaz de aportar algo de cordura.
El Mercosur cruje por la improvisación de la Casa Rosada y pone en riesgo a economías del interior del país. Sin soluciones ni política exterior a la vista, el cuadro forma parte de la ligereza interna para afrontar desafíos internacionales. Esto, que de por sí mueve a inquietud, se torna una manifestación de gran torpeza cuando, en algunas semanas más, la Argentina necesitará de toda la ayuda posible para zafar de una crisis que, asaz de la pandemia, era ya suficientemente grave.