No hay dudas que la última opción es la respuesta válida. La decisión presidencial no sólo que no tiene razón de ser sino que, además, se encuentra directamente vinculada con una concepción centralista y autoritaria de la economía y del mercado. Es kirchnerismo clásico, tan rancio como el concepto de servicio público que enarbola.
En la Argentina, el mercado de internet, la TV paga (por cable o satélite) y la telefonía móvil es razonablemente dinámico y diverso. Desde mediados de los ’90 la regulación los excluyó del entonces monopólico servicio de la telefonía fija y el Estado nacional persiguió, al menos hasta el advenimiento de Néstor Kirchner, escenarios de libre competencia entra las diferentes empresas que los brindaban.
En cuanto a internet, el país fue pionero en el mundo al declararla, en fechas tan lejanas como en 1997, como “de Interés Nacional (…) con tarifas razonables y con parámetros de calidad acordes a las modernas aplicaciones de la multimedia” (Decreto 554/97) y comprendida “dentro de la garantía constitucional que ampara la libertad de expresión” (Decreto 1279/97). Conteste con ello, y a lo largo de los años, la Comisión Nacional de Comunicaciones (hoy ENACOM) hubo de otorgar cientos de licencias para la prestación del servicio, lo cual permitió su prematura penetración en hogares y empresas argentinas. En la actualidad, más del 80% de los hogares cuentan con el servicio, según el INDEC. Si a esto se le suma el hecho de que el país cuenta con más cantidad de teléfonos móviles que habitantes, el panorama no parece en absoluto angustiante.
Entonces, ¿para qué declararlos servicio público? Simplemente para interferir con las decisiones empresarias. En el fondo, el flamante DNU de Fernández sólo pretende limitar los precios que las compañías prestatarias cobran a sus clientes, introduciendo al Estado como mediador entre la oferta y la demanda. Es una variante de intervencionismo que, a poco de andar, paralizará las inversiones y desalentará la innovación en un sector clave de la economía mundial, no sólo de la Argentina.
Debe también ponerse en tela de juicio la legalidad del decisorio. Un servicio público es, por naturaleza, un suministro cuya responsabilidad primaria corresponde al Estado. Si este lo concesiona al sector privado, por el motivo que fuese, tal cosa no obsta, sin embargo, a que continúe bajo responsabilidad del poder concedente, sea a través de regulaciones específicas o por la potestad de reasumir su prestación cuando fenecieran los términos contractuales. Esto es típico en los denominados “monopolios naturales”, tales como la distribución del gas, la electricidad o el agua corriente, entre un puñado de ejemplos.
Las telecomunicaciones no tienen ninguna de estas características. Aunque durante un buen tiempo la telefonía fija fue considerada un servicio público (también era una suerte de monopolio natural), la tecnología ha destruido aquel concepto, relegándolo a los anticuarios del derecho. Actualmente, detrás de este tipo de servicios existe una notable concurrencia de espectro radioeléctrico, redes de datos (de diferentes propietarios) y equipamientos digitales que los convierten en complejísimos sistemas interdependientes, operados por decenas de empresas de todos los calibres. Interferir en semejante construcción autorregulada es de una insensatez mayúscula.
El asunto se torna de preocupante a ridículo al comprobar que el Estado ya tiene dos herramientas en su poder para hacer lo que el DNU pretende exigir a los privados y que, sin embargo, no las utiliza para los fines que dice perseguir. La primera es ARSAT; la segunda, el Fondo del Servicio Universal para las telecomunicaciones establecido en el año 2000.
ARSAT, que supo conducir el cordobés Rodrigo de Loredo, tiene como misión “generar condiciones de igualdad en el acceso al servicio de las telecomunicaciones en todo el país, conectando a los argentinos por tierra y aire, con un servicio de calidad, contribuyendo al desarrollo de la nación” (www.arsat.com.ar/nosotros). De hecho, la compañía se ha especializado en el tendido de fibra óptica para llevar internet de gran ancho de banda en regiones con insuficiente oferta privada y, entre otras actividades, maneja los satélites geoestacionarios de telecomunicaciones ARSAT-1 y ARSAT-2, construidos y operados con fondos públicos. Si el presidente desea proveer este tipo de servicios a precios más baratos que los ofrecidos por las empresas privadas, podría utilizar ARSAT y preocuparse luego por financiar su déficit.
El Fondo de Servicio Universal fue establecido en el año 2000 por el Decreto N° 764 y se financia por el 1% del total de los ingresos de los prestadores de servicios de telecomunicaciones. Su definición es (se cita) “un conjunto de servicios de telecomunicaciones que habrán de prestarse con una calidad determinada y precios accesibles, con independencia de su localización geográfica. Se promueve que la población tenga acceso a los servicios esenciales de telecomunicaciones, pese a las desigualdades regionales, sociales, económicas y las referidas a impedimentos físicos”. Hasta la fecha, el fondo lleva acumulado $ 10.000 millones en las cuentas de la ENACOM y ningún gobierno, desde Fernando de la Rua hasta Fernández, les ha dado uso alguno, como si en el país todas las necesidades de conectividad estuvieran definitivamente satisfechas.
Es la existencia de este fondo inutilizado lo que desnuda el absurdo fundamento ideológico del decreto de Fernández. Un gobierno, entre tantos de los que se sucedieron desde su institución, que ignora la potencialidad de esta herramienta para hacer lo que pretende exigirle ilegalmente a los privados debe ser considerado, forzosamente, como un conjunto de ineptos. Tampoco parece feliz recurrir a la excusa de la pandemia para “descubrir” las supuestas necesidades argentinas en la materia cuando siempre se tuvo a mano miles de millones para subsanarlas y la infraestructura de ARSAT, establecida de apuro en las épocas del inefable Guillermo Moreno al estatizar a Nahuelsat SA.
Es evidente que el presidente ha sobreactuado, una vez más, con la idea de agradar a la supervisión política que ejerce Cristina Fernández sobre su administración. Si todavía quedaba alguna esperanza de que, en algún momento, Alberto se desmarcara de su vice y se comprometiera a tomar medidas para generar confianza e inversiones genuinas, este anhelo acaba de desvanecerse otra vez. Denominar “servicio público” a actividades actualmente en competencia y con sistemas regulatorios adecuados y preexistentes es anunciar, con predeterminación y alevosía, que el límite entre el Estado y lo privado no existe y que, al fin y al cabo, todo se encuentra al alcance de la acción de burócratas dotados de las peores intenciones y con ideas tecnológicas más cercanas al telégrafo de Guillermo Marconi que los Smartphones de Steve Jobs.