Los kirchneristas detestan al sector agropecuario. Esto se sabe. A las atávicas prevenciones sobre la oligarquía y esas convicciones de anticuario, tan propias del progresismo argentino, se le suma el agravio irrogado por el sector hace diez años atrás a raíz de la Resolución 125. Aquella fue una auténtica rebelión fiscal en contra de las retenciones móviles, que obligó al gobierno de la entonces presidenta Cristina Fernández a recular. Fue la primera derrota que sufrió, en toda la regla, el matrimonio Kirchner. Luego vendrían otras.
Alberto Fernández fungía, en aquel tiempo, como jefe de gabinete de Cristina. Resultó una de las víctimas más connotadas del conflicto. Luego de su renuncia, se dedicó a censurar a su antigua jefa toda vez que pudo hasta que, paradójicamente, fue nominado por ella a la presidencia de la República. A partir de aquel momento, el actual mandatario se dedicó a desdecirse de todo lo que había afirmado en sus tiempos de ofuscación.
Esta vocación por el desaprendizaje no se limita al campo político, en donde Fernández se asemeja crecientemente a su mentora, sino que se irradia con fuerza hacia los asuntos económicos. Ya se han visto algunos indicios. Desde la fallida nacionalización de Vicentin hasta la concesión de un monopolio de facto a Aerolíneas Argentinas, son múltiples las señales de que el presidente prefiere el estado al mercado, y que así continuará siendo en lo que resta de su mandato.
Esta predilección trae consecuencias gravosas, que se padecen diariamente. Las inversiones han desaparecido, la inflación continúa en alza y las reservas del Banco Central se encuentran en terapia intensiva. La presión fiscal se mantiene por las nubes y amenaza con agravarse, en tanto que el retraso en las tarifas públicas augura servicios en franco deterioro. Ni hablar del desempleo, que se acerca peligrosamente a las ratios de 2001.
Es un hecho que el populismo sin plata es una fuente de eterna frustración. A estas calamidades macroeconómicas se les agrega la imposibilidad casi absoluta del presidente por cumplir con siquiera alguna de sus promesas de campaña. Dentro de esta colección de omisiones destaca aquella que aseguraba que el asado (una de las grandes pasiones nacionales) regresaría definitivamente a las parrillas argentinas, luego de haberse transformado en una especie de lujo macrista.
Tal cosa no ocurrió, como se advierte. La carne bate hoy todos los récords de precio y los salarios se encuentran cada vez más rezagados respecto de los cortes predilectos. En las redes circulan un sinfín de memes que sugieren que el asado de Fernández es sospechosamente parecido a la humilde polenta de nuestros abuelos.
Estas chanzas duelen dentro de la Casa Rosada porque apuntan a la base de la legitimidad popular invocada por el Frente de Todos. Resulta inevitable, por consiguiente, construir un relato que explique por qué ocurre este desagradable fenómeno y que, de la misma manera, asigne las culpabilidades del caso.
Y el nominado es, como siempre, el sector agropecuario. Dado que la carne sube porque el maíz se cotiza fuerte en los mercados internaciones (la gramínea es también el alimento de vacas, cerdos y pollos), el gobierno asume que los avariciosos hombres de campo prefieren exportar toda su producción, obligando al mercado local a pagar fortunas por una que otra tonelada del grano. Por tal motivo ha dispuesto que no se pueda exportárselo hasta nuevo aviso, dejando en claro que con la carne no se jode.
Hay un déjà vu a Guillermo Moreno detrás de esta decisión, lo que significa la más preclara incomprensión de cómo funcionan los mercados mundiales de commodities. Si el maíz sube es porque la demanda del resto del mundo es mayor, lo que implica un incremento de las exportaciones y, con ellas, un incremento del flujo de divisas hacia el Banco Central. Se supone que este es uno de los objetivos del ministro Guzmán, angustiado como lo está por la escasez de dólares. Al prohibir estas exportaciones, el gobierno se pega un tiro en los pies y genera un nuevo e innecesario frente de tormenta.
La maniobra es tan artera que fue consumada justo cuando se había terminado de sembrar los cultivos de la cosecha gruesa, lo cual implica que aquellos que apostaron por el maíz saldrán perdiendo respecto de quienes lo hicieron por la soja. Es la vieja costumbre argentina de generar ganadores y perdedores a través de un simple decreto y sin decir agua va.
Es preciso aclarar que esta gramínea, a diferencia de la soja, se industrializa internamente de muchas maneras, sin necesidad de exportar el 100% de su cosecha. Es una de las materias primas del etanol -biocombustible de corte en las naftas de automoción- y abastece, efectivamente, a la cadena cárnica que, a su vez, es otra de las grandes exportadoras de la economía doméstica. Sea a través de granos, proteínas o combustibles, el maíz tiene una demanda diversa y es un generador de trabajo y valor agregado.
Es inevitable señalar que la prohibición en curso generará dos consecuencias. La primera e inmediata serán las protestas. Es prematuro especular hasta donde llegarán, pero puede que sean intensas. Como prueba de ello, el próximo lunes comenzará un paro de comercialización por 72 horas y es altamente probable que renazca el ánimo beligerante que campea entre los integrantes de la Mesa de Enlace. El campo recibe muy poco de lo que exporta (debido a las retenciones, le quedan apenas 55 pesos por cada dólar oficial que le pagan) y sus costos están atados más al blue que a la cotización del Banco Central. Tampoco el gobierno tiene un interlocutor de peso para intentar frenar a los productores ahora enardecidos. El ministro del área, Luis Bazterra, es un personaje casi inexistente e incapaz de atajar los penales que están a punto de patearle.
La segunda derivación será de índole estructural. Si esta política se mantiene inalterada, regresará la sojización, exactamente igual que en las épocas de los Kirchner y de la que tanto se quejaban los ecologistas que votan, sin embargo, al kirchnerismo. La soja requiere un laboreo menos exigente y se exporta casi en su totalidad. Además, su actual demanda internacional parece muy robusta: la tonelada cotizó ayer quinientos dólares, uno de los valores más altos de los últimos siete años. Hay muchos estímulos para pasarse a esta oleaginosa en detrimento de otros cultivos.
Finalmente, debe repararse en que la caída en la producción de maíz terminará afectando igualmente a las carnes, que es lo que el presidente pretende evitar con la interdicción establecida. Ya pasó con el trigo y se repetirá ahora: a menor producción mayores precios, es el ABC de la economía. Esto significa la inevitable neutralización de una medida tan polémica como inútil que, para colmo de males, aleja todavía más del presidente de los únicos argentinos que, aunque a desgano, están en condiciones de poner plata en el tesoro público antes que llevársela a sus bolsillos.