Las categorías “buenos” y “malos” no son, en términos estrictos, muy del agrado de la política, al menos en la de estirpe republicana. Remiten a nociones morales, religiosas, ajenas al mundo de las ideas sociales, generalmente agonales. En las democracias liberales todas las ideologías tienen cabida y es el voto popular el que, alternativamente, prioriza unas sobre otras en cada turno electoral. Son los reduccionismos bipolares, que abundan en los regímenes de corte autoritario, los que tienden a enarbolar este tipo de oposiciones axiológicas para justificar sus decisiones.
Además, existen trampas semánticas que impiden otorgar preeminencias morales a las ideas políticas, al menos ab initio. Puede coincidirse que el comunismo es malo, pero que sus propósitos no lo son o, viceversa, que el capitalismo es despiadado pero que, en términos comparativos, ha sido el sistema más benevolente que haya conocido la humanidad. Cuando se evalúa un gobierno o una política determinada, la distancia entre las intenciones y los hechos no es, en absoluto, una cuestión anecdótica; es la esencia misma de su éxito o fracaso, con las consecuencias de cada caso.
En general, todos los gobiernos tienen buenas intenciones y aún más los de corte voluntarista. Cuesta aceptarlo, pero buena parte de los partidos y candidatos que llegan al poder no tienen en claro que es lo que harán una vez en funciones. Durante las campañas se han ocupado tanto de halagar a la opinión pública y de asegurar que nada malo habrá de suceder durante su gestión que terminan, las más de las veces, confundiendo sus deseos electorales con los resultados que efectivamente lograrán. La realidad, huelga decirlo, es infinitamente menos indulgente que sus propósitos.
Esto es lo que está ocurriendo con el presidente. Mucha gente está desencantada con su gestión. Su triunfo fue el resultado tanto de la penosa administración de Mauricio Macri como de la promesa de ser una especie de “fase superior” del kirchnerismo de Cristina Fernández. Ahora, con los resultados a la vista, el precedente macrista no parece tan ominoso ni el ultraísmo de Cristina exorcizado definitivamente. Por el contrario, la influencia de la vicepresidenta de la Nación no hace otra cosa que acrecentarse.
Esto preocupa a buena parte de la sociedad. La imagen de Fernández como un pragmático moderado ha migrado a otra que devuelve, a modo de espejo, la de un mero vicario de CFK. No son pocos los que interpretan de que esto es una suerte de violación de un pacto implícito con el electorado en octubre pasado y que, por tal motivo, consideran que manifestarse en la calle es tan lícito como oportuno, pese a las restricciones en rigor. Colabora a ello la sensación de que el rumbo oficialista está a la deriva, y que ese vacío es llenado por la agenda de impunidad de la expresidenta.
Este activismo tiene su interpretación dentro de la Casa Rosada. Para el peronismo, especialmente en su versión K, es inaceptable que la calle sea cooptada por la oposición, especialmente cuando esta parece dominada por la centroderecha de Juntos por el Cambio. Esta es una anomalía, solo explicable por la maldad intrínseca en aquel pensamiento. Los buenos, definidos tales como los que apoyan al gobierno, saldrán sólo cuando las condiciones sanitarias así lo permitan. En estas épocas de pandemia, bondad equivale a solidaridad.
Esto es lo que pretende hacer creer el presidente, pero, en rigor, los “argentinos de bien” no salen a manifestarse a favor del Frente de Todos porque, simplemente, su maquinaria tradicional de movilización requiere de una infraestructura claramente funcional a los contagios. Se trata de contratar cientos de colectivos en donde los “entusiastas” deberán viajar apiñados, preparar viandas que pasarán por muchas manos sin controles de higiene y, una vez concentrados en columnas, marchar ruidosamente por el centro de la ciudad de Buenos Aires, abigarrados y sin nada que se parezca al distanciamiento social que pregonan los científicos que asesoran a Fernández. En semejante contexto, el uso del barbijo podría hasta ser considerado como una broma de mal gusto.
El balance de costo – beneficio, implícito en una movilización de estas características, se encuentra bien presente entre los estrategas del oficialismo. Cambiarían un par de horas de baño popular por una masiva propagación del Covid-19 en los barrios más humildes del conurbano, con las consecuencias que se imaginan para el sistema de salud bonaerense. Sería, de buenas a primeras, pegarse un tiro en el pie. Esto explica la didáctica presidencial sobre que “los buenos” saldrán únicamente cuando estén vacunados y fuera de peligro.
De cualquier manera, y dejando de lado la coyuntura, el sueño kirchnerista de encarnar toda la bondad que hay en este mundo no es nuevo. A comienzos del segundo mandato de Cristina la publicidad oficial enseñaba que Argentina era “un país con buena gente” y, a lo largo de los tres mandatos del matrimonio Kirchner, todas las medidas de gobierno apuntaron a lograr la nominal felicidad del pueblo, a garantizar “la mesa de los argentinos” o a subsidiar tarifas de servicios públicos, de modo tal de que los recursos del Estado nacional también fueran puestos al servicio de esta visión de caridad y altruismo desde el poder.
De más está decir que la relación entre aquellas intenciones y los resultados efectivamente logrados fueron decepcionantes. La filantropía populista terminó en una economía llena de inconsistencias, postrada por la crónica escasez de divisas y jaqueada por la falta de inversiones productivas, amén de una sociedad cada vez más dividida. Macri no pudo hacer mucho para terminar con estos problemas y, por lo visto, Fernández sólo intentan profundizarlos. Buena parte de la población se resiste a vivir, nuevamente, aquél déjà vu y lo hace sentir cada vez que el gobierno se radicaliza.
Además, queda para reflexionar el asunto de quienes son los argentinos de bien que seguirían al presidente tan pronto este pudiera convocarlos, a la usanza del Chapulín Colorado. La lista es provisoria, pero se antoja predecible: el gremio de Camioneros, la gente de Juan Grabois (si es que no están ocupados tomando tierras ajenas), aquellos clientelizados por los planes sociales, los piqueteros y, seguramente, los militantes de ATE, inmunizados ante el riesgo de despidos o ajustes en sus salarios nominales. No se duda de que, en definitiva, estarían persiguiendo sus propios intereses -no hay nada de malo en ello- pero esto no les confiere una calidad moral superior de la que ostentan quienes manifiestan actualmente sus agravios ante lo que consideran genuinos excesos del poder.
En definitiva, se trata de política y no de ética. Por el momento, la oposición puede movilizarse minimizando contagios o, al menos, enarbolando un discurso de profilaxis más o menos creíble, pero al oficialismo esto le está vedado por la propia mecánica de su militancia. Esta realidad llena de desconcierto al kirchnerismo, acostumbrado al monopolio de la calle e impedido de contraatacar por razones tácticas. No obstante, el presidente avisa que este estado de cosas cambiará cuando estén dadas las condiciones y que, a partir de ese momento, nadie podrá marcarle la cancha sin que haya respuestas ni consecuencias. Es una advertencia, con presagios de más y profundos conflictos y a despecho de la bondad que le atribuye a quienes lo respaldan.