Uno de los pilares del sistema democrático y republicano es el que refiere a la renovación periódica de los cargos. Se supone que el cambio de nombres evita la tentación autoritaria y permite corregir el rumbo de lo que no se ha hecho bien o que ha molestado a la gente. Es como tener una maestra distinta cada año: solo así se pueden superar los huecos que deja una que explica mal.
A esa idea republicana la debe apuntalar algún tipo de movilidad social ascendente, que garantice que esa renovación del gobierno vaya acompañada de una renovación entre las personas que pretenden acceder al poder. En ese sentido, las sociedades estamentales son enemigas de una democracia republicana plena. Parte del reclamo chileno va por ese lado.
La Argentina que se inauguró con el voto universal, secreto y obligatorio extendió la participación a mayores sectores sociales, que ya podían participar en política independientemente de su origen (contrariamente a lo que se sostiene para fundamentar el mito político de la oligarquía). De esa manera, la política nacional prácticamente no conoce de padres e hijos que hayan alcanzado el mismo nivel de éxito en la búsqueda de cargos, sólo el caso de Luis y Roque Sáenz Peña.
Eso parece estar cambiando en los últimos años, en los que portadores de apellido reciben bendiciones que los ubican en cargos cada vez más importantes. Aunque la estructura del Estado es lo suficientemente grande como para acomodar parientes sin que nadie se de cuenta (o al menos por un tiempo, como le pasó a los Triaca), hay algunos que pretenden llevarlo a otro nivel.
Ricardo Alfonsín como candidato presidencial en 2011, Natalia De la Sota como legisladora hace unos meses, Ramón Javier Mestre como intendente o su hermano Diego como diputado, todos supieron aprovechar la herencia de un apellido ilustre. Son probablemente los casos que más rápidamente se nos vienen a la cabeza, aunque no los únicos.
Si hay una familia que en la historia reciente ha sabido usufructuar la posesión del poder institucional, esa ha sido la de la futura vicepresidenta, Cristina Fernández de Kirchner. Ex presidenta, llegó al cargo tras suceder a su marido, Néstor Kirchner, en 2007.
Néstor supo entender lo importante de los vínculos familiares, porque nombró a su hermana Alicia como ministra, que duró los tres períodos del kirchnerismo en el cargo. Se retiró en 2015 a gobernar la provincia, cargo que mantendrá por los próximos cuatro años.
Alberto Fernández dejó en claro que el pensamiento dinástico recorre la mente de la familia Kirchner, quizás por ser Elisabet (como la reina de Inglaterra pero castellanizado) el segundo nombre de Cristina.
Al ser consultado sobre una posible candidatura presidencial futura de Máximo Kirchner (el primogénito de Néstor y Cristina) aseguró que “ojalá sea presidente. Es un chico maravilloso, criterioso, razonable y moderado".
El elogio suena más a chanza interna para reírse con los amigos en un asado que a un deseo verdadero. También es la posibilidad de mantener las expectativas de algunos jóvenes que creen que efectivamente hay un estadista en potencia en un personaje tan misterioso y poco afecto al contacto con la prensa.
Máximo no cuenta con mayores laureles que el apellido, ya que no tiene título universitario en un país en el que la educación superior es gratuita, algo que no se puede explicar en las carencias materiales (como reza el mantra progresista de las posibilidades): su patrimonio es de US$ 10 millones.
Es difícil creer que la simple portación de apellido sea suficiente para convertir a una persona en presidente de un país grande y complejo como el nuestro, pero siempre hay lugar para alguna sorpresa. Si efectivamente se consumara la candidatura del principal heredero del imperio inmobiliario Kirchner, la señal sería bastante clara: no hay confianza en la renovación; no hay lugar para el control.
La renovación periódica de los cargos es más que una formalidad burocrática, porque el espíritu de la norma va más allá de la letra en la que se corporiza. La salud del sistema depende de dejar fuera del poder a las dinastías, evitando que degeneren en sistemas nepotistas que finalmente terminen como despotismos. Algunas veces, portar el apellido es suficiente prueba para el sistema.