Alberto Fernández lo hizo de nuevo. Otra vez metió la pata, esta vez prohibiendo las exportaciones de carne con la excusa de sus continuos aumentos de precio. A comienzos de enero había hecho lo mismo con el maíz y bajo el mismo pretexto aunque, debido a la presión del sector agropecuario, tuvo que recular casi que de inmediato. Parece que ahora está dispuesto a mantenerse firme.
Al menos esto es lo que se desprende de sus expresiones recientes. “El tema de la carne se desmadró (y voy a) poner en orden a quienes exportan, tenemos que poner en orden el mercado de Liniers... No puede ser que el mercado exporte carne porque se tergiversan los precios”. Vini, vidi, vinci. Un auténtico César económico, ordenando las variables que el mercado y unos cuantos avariciosos desordenan. Después de todo, y siguiendo el razonamiento presidencial, la inflación “es inexplicable”, a menos que se introduzca en la ecuación “el abuso empresario” que todo lo explica.
No obstante, y para mortificación de Alberto, la decisión que ha tomado parte de una premisa falsa, esto es, que la carne aumenta porque se exporta mucho. Esta propensión a exportar, conforme el pensamiento mayoritario en el Frente de Todos, genera escasez de oferta en el mercado interno y, con tal cosa, los inevitables incrementos en la carnicería.
El diagnóstico no repara en algo esencial, esto es, que la carne se exporta porque el tipo de cambio (decidido por el propio presidente ante el ahogo en la balanza de pagos) favorece las ventas al exterior y que, con ello, se estimula la producción y las inversiones en nuevos rodeos y ganado en pie. La Argentina ha recuperado en parte su dotación bovina porque, hasta ayer, ni el gobierno de Mauricio Macri ni el actual habían intervenido sobre el mercado. La reciente interdicción amenaza dramáticamente a una industria que viene demostrando su competitividad internacional.
Además, la carne no aumenta porque se exporte sino porque hay inflación. De lo contrario, Fernández podría ordenarle a YPF (estatal y virtualmente monopólica) que pare con los incrementos de los combustibles en el surtidor. El combustible es tan importante para la vida de los argentinos como el kilo de costilla. La reticencia del presidente por intervenir en los precios del sector petrolero por la misma causa que se invoca para hacerlo en el de la carne es una auténtica editorial sobre la falacia de la medida adoptada.
La inflación, más allá de las teorías pseudocientíficas de los pensadores del estilo Axel Kicillof y otros voluntaristas, es un fenómeno monetario. La multicausalidad a la que aluden los economistas antiliberales es un cuento que elude lo principal, esto es, que la emisión descontrolada de pesos genera aumentos generalizados en los precios, tanto en sectores concentrados como en aquellos en donde existe competencia. Nadie en el mundo discute seriamente este punto.
Pero esto es Argentina y, por lo tanto, cualquier cosa es posible, incluso el tropezar veinte veces con la misma piedra. Porque, y concediendo por vía de la excepción que alguien realmente piense que emisión e inflación no van de la mano, no puede ignorarse que las prohibiciones de exportaciones no han hecho otra cosa que agravar los problemas que pretenden ser solucionados mediante este recurso.
No hace falta hacer mucha historia, aunque no han sido pocos los gobiernos que han echado mano a este tipo de tonterías. En 2006 el inefable Guillermo Moreno las prohibió con los mismos argumentos que actualmente se esgrimen. Las restricciones operarían durante seis meses, aunque terminaron extendiéndose por cuatro años. La genialidad le costó al país la pérdida de importantes mercados internacionales, resignar millones de dólares en divisas y 12 millones de cabezas de ganado que todavía hoy no se recuperan. Este es el milagro que generan las intervenciones que se postulan como la salvación de la mesa familiar.
Además, tampoco es tan cierto que la carne esté cara. Considerando el dólar blue, el precio de un corte premium es de cinco o seis dólares por kilo, muy por debajo de lo que se paga en cualquier país del mundo. El problema es que los salarios locales están por el piso y que esta sí es una decisión del presidente. Fernández, en efecto, ha llevado un ajuste descomunal con la excusa de la pandemia y también alentado por la necesidad del gobierno por hacerse de dólares y deprimir los costos internos. La carne argentina está cara para los argentinos, no para el resto de la humanidad. La explicación no es otra que el empobrecimiento brutal que ha sufrido la población gracias a las políticas del Frente de Todos.
La inconsistencia de esta medida, asimismo, no es sólo económica. Dado que los afectados son los productores agropecuarios, es lógico suponer que el descontento también es de incumbencia de sus representantes. No sorprende, por consiguiente, que los gobernadores de Córdoba y Santa Fe hayan salido a criticarla sin reparar en el hecho de que ambos son tan peronistas como Fernández. A ellos se les sumarán otros en los próximos días. No hay dudas de que el presidente no tiene al best seller de Dale Carnegie “Cómo ganar amigos e influir sobre las personas” entre sus preferencias literarias. Debería darle una ojeada de vez en cuando.
Al agravio de las provincias afectadas debe sumarse, inevitablemente, el de los productores. La Mesa de Enlace dispuso ayer un cese de comercialización durante ocho días que, de seguro, traerá más presiones sobre los precios. No debe descartase que sus protestas se radicalicen si el gobierno comienza con sus habituales rondas de descalificaciones. El sector rural está sensibilizado con el presidente desde los días de la frustrada estatización de Vicentin. Cualquier pretexto podría servirle de un auténtico casus bellis para reeditar los días de la 125, un acontecimiento que, bueno es recordarlo, eyectó a Alberto como jefe de gabinete de Cristina y lo transformó en uno de sus críticos más consecuentes. Hasta que llegó a la Casa Rosada, por supuesto. Como todo el mundo sabe y con flagrantes (y risibles) contradicciones a cuestas.