En teoría, todo el gasto público nacional se realiza en nombre de la solidaridad. Dejando de lado las escuelas, la seguridad y los hospitales (funciones inherentes a la actividad pública y presentes en todas las naciones) los argentinos pagamos cantidades fenomenales de impuestos para financiar planes sociales, subsidios a las tarifas de servicios públicos y jubilaciones de personas que nunca aportaron al sistema jubilatorio.
A cambio de ese esfuerzo, y a diferencia de las sociedades desarrolladas, recibimos servicios malos o inexistentes. La clase media, por ejemplo, debe sufragar escuelas privadas, obras sociales prepagas y hasta su propia seguridad para satisfacer estas necesidades, duplicando el gasto familiar por estos conceptos.
Para agravar la sensación de estupor frente al Teletón de Yáñez, muchos trabajadores son rehenes del odioso impuesto a las ganancias que pesa sobre sus sueldos que, en la generalidad de los casos, apenas permiten vivir con alguna dignidad. Es difícil encontrar países que consideren al salario una ganancia y que obliguen a los empleadores a detraer porcentajes elevados de sus nóminas para dárselos al Estado, con presidencia de cuanto gastan sus “beneficiarios” para cubrir sus costos.
Además, debe tenerse en cuenta el famoso impuesto inflacionario, que grava a todos los argentinos cotidiana y democráticamente. Vale recordar que, cuando el gobierno emite moneda espuria para financiarse, genera inflación, un fenómeno que empobrece a quienes dependen de rentas fijas (los trabajadores) y contribuye a licuar los pasivos del Estado. Si, por ejemplo, el índice de precios al consumidor de un mes determinado es del 3%, esto significa que este porcentual ha sido detraído de los ingresos privados para financiar el gasto público. La ratio debe adicionarse al menú de porcentajes que, por ley, ya maneja la AFIP y las Direcciones de Rentas provinciales o municipales: 21% de IVA, 35% de ganancias, alícuotas variables para bienes personales, 1,2% del impuesto al cheque, 4% (o más) de Ingresos Brutos, 1% de contribuciones sobre actividades comerciales y un largo etcétera de tasas e impuestos, muchos de ellos superpuestos y regresivos. Como si todo esto no alcanzara, a los escasos sectores que exportan bienes y servicios se les cobran derechos por sus ventas al exterior que, en el caso de la soja, alcanzan al 33%. Para comprender la magnitud del expolio, un productor agropecuario recibe, antes de pagar el resto de los impuestos a los que está obligado, apenas dos tercios de las ventas que realiza al mundo.
Sí, la señora Yáñez debería aceptar que los argentinos ya somos solidarios antes de organizar cualquier tipo de evento destinado a seguir poniendo. Y lo somos no porque anide bondad y compasión en nuestros corazones, sino porque el Estado (el mismo que comanda su pareja, el presidente de la Nación) nos obliga a serlo todos los días a través de una inexplicable multitud de gabelas, de ineficacia comprobada.
Y no valen los argumentos de la emergencia o aparición inesperada de un virus foráneo para legitimar los eventos televisivos como los de ayer. La Argentina está en emergencia desde 2002, con la sola excepción de la presidencia de Macri en donde también lo estuvo, pero sin la declaración forma del Congreso (como si hiciera falta). En emergencia estamos siempre, con pandemia o sin ella. Precisamente este ha sido el argumento para cargarnos de obligaciones tributarias en todos estos años sin ninguna contraprestación por ellas.
Pero incluso la propia eficiencia del Teletón debería haber sido puesta en entredicho. ¿Cuánto se recaudó por esta gala benéfica? ¿200 millones? ¿500 millones? Es cambio chico en comparación con la emisión monetaria del Banco Central. Sólo en marzo su presidente, el cuestionado Alejando Vanoli, imprimió 600 mil millones para el tesoro nacional con la excusa, precisamente, de las necesidades generadas por el COVID-19. Si Yáñez hubiera convenido con Vanoli un Teletón privado a través de Skype, por ejemplo, hubiera logrado mucha más plata que la obtenida ayer sin hacer tanto aspaviento.
Este argumento, por supuesto, no podría aplicarse a países con disciplina fiscal o con claras metas inflacionarias. Imprimir billetes genera inflación y la mayor parte del mundo la aborrece. Una colecta masiva contribuiría, en aquellas latitudes, a reunir dinero genuino para una hacer frente a un evento inesperado o una causa noble, sumando recursos verdaderos a las cuentas públicas. No es, como se advierte, el caso de la Argentina, que ya recauda impuestos desopilantes para solventar urgencias de todo tipo incluso antes de que apareciera el coronavirus.
Y entonces, ¿para qué el circo de “Unidos por Argentina”? Simplemente porque el actual gobierno, una variante del populismo kirchnerista, necesita crear épicas. Contra los empresarios, contra los hombres de campo o, ahora, contra la pandemia. Las épicas demandan, como cualquier epopeya, relatos fantásticos, conductas ejemplares y rostros empáticos. No alcanza, obviamente, con Vanoli mandando a imprimir billetes ante la presión de la Casa Rosada. En su lugar se requiere que la primera dama, junto a artistas más o menos obligados y conductores más o menos populares, pongan el hombro a un evento cuya eficacia, y más allá de la justicia de sus propósitos, es bastante opinable. De lo contrario no habría épica; simplemente, la mecánica cadencia de la imprenta de la Casa de Moneda de la Nación que, como se adivina, no despierta pasión alguna excepto entre los economistas.
Es un buen momento para repasar, entre todos, la locura de un país que acepta, cotidianamente, un Estado caro e inútil con las excusas de la solidaridad y de la emergencia que, a la hora de enfrentar una que realmente debe ser calificada como tal, necesita seguir fabricando dinero o pasar la gorra porque, como de costumbre, sus recursos no le alcanzan para cumplir con los propósitos que dice perseguir todo el tiempo y para los cuales no vacila en inventar solidaridades tan forzosas como artificiales.