La explicación es simple: vastos sectores de la clase media, no sólo los ricos y famosos, están hartos de la Argentina. O, mejor dicho, de su gobierno. Están cansados de pagar impuestos confiscatorios, de vérselas con una inflación indomable y de mantener a crecientes sectores sociales que, por lo visto, prefieren los planes sociales a salir de la pobreza. Las tomas de tierras, públicas y privadas, han desnudado la precariedad del orden jurídico y de las dudas que les asaltan a quienes deben garantizarlo. Cada vez más personas están hastiadas de discutir el pasado y sin ningún futuro por el cual ilusionarse, para ellas o sus hijos. Es una situación de desesperanza contagiosa, que mueve a observar con asombro y admiración a países que, hasta hace no tanto, se miraban de soslayo.
El caso de los más pudientes es paradigmático. En general, todas las naciones de occidente compiten por quienes más tienen. No únicamente por lo obvio, esto es, sus fortunas y prestigio, sino también por su generosidad. Bill Gates, el celebérrimo fundador de Microsoft, hace tiempo que se encuentra en campaña para que los multimillonarios estadounidenses donen parte de su patrimonio en vida para causas benéficas y el dueño de Claro, el mexicano Carlos Slim, acaba de hacer un aporte sustancial para la producción de la vacuna contra el Coronavirus entre México y, paradójicamente, la Argentina.
Aquí, por el contrario, se los quiere multar por haber ganado dinero. No es otra la explicación del impuesto a la riqueza que patrocina nada menos que Máximo Kirchner, ni la filosofía que subyace al pensamiento de Alberto Fernández -enarbolado ayer en San Juan- sobre que “no es verdad que el mérito nos permita crecer, como nos han hecho creer”. Son los símbolos de la incomprensión que campea por estas tierras respecto a la iniciativa privada, los ricos y la riqueza. No sorprende que Marcos Galperín, dueño de Mercado Libre y quizá el empresario local más notable de las últimas décadas, haya decidido aceptar el convite uruguayo y radicarse allí donde se celebra el éxito individual.
Los deseos personales de dejar atrás tanta frustración colectiva son replicados, con mayor intensidad, por grandes e icónicas empresas privadas. Desde diciembre del año pasado hasta la fecha la lista de importantes compañías que han tachado a la Argentina de sus intereses no ha hecho otra cosa que engrosarse. Sólo por mencionar algunas: LAN Argentina, Qatar, Emirates, Basf y, recientemente, Falabella y Sodimac. Wallmart hace rato que quiere tiró la toalla y busca interesados para vender su operación. Pronto habrá más corporaciones dispuestas a marcharse y menos argumentos para impedirlo.
No es una destrucción capitalista del tipo schumpeteriana, en donde al ocaso de algunos sectores obsoletos le sigue el nacimiento de otros más dinámicos y competitivos. Nada de eso. Los que se van no son reemplazados por nadie con intenciones de radicarse. Ni individuos ni empresas. Tampoco los despedidos son contratados por nuevos y ambiciosos jugadores. ¿Por qué alguien, en su sano juicio, invertiría en Argentina con este contexto político? Esto explica que la tasa de inversiones extranjeras directas (IED) sea prácticamente inexistente, toda una señal sobre la confianza que despierta el país en el mediano plazo.
¿Debería sorprender tal estado de cosas? En absoluto. En la agenda gubernamental no está contemplada ninguna iniciativa a favor del mercado ni de la vida empresaria. Ni reforma del sistema impositivo, ni estabilidad jurídica ni el menor indicio de un plan económico. Los ingresos personales, medidos en dólares son despreciables, lo cual configura un mercado interno sin posibilidades. Las tasas de interés son siderales y el componente ideológico del Frente de Todos no augura otra cosa que populismo e improvisación. La política internacional de la Casa Rosada, para agregar sinsabores, es errática y diletante, bien lejos de los grandes centros de poder. Dado que el capital es experto en mudanzas intempestivas, nada hace suponer qué razones impedirían a otras grandes empresas a imitar a las que ya se fueron, mudándose hacia horizontes más comprensivos.
Todo esto es doloroso, y no sólo por una pasión tanguera. Desde mediados del siglo diecinueve hasta mediados del veinte, la Argentina fue una tierra deseada por inmigrantes, refugiados, perseguidos, capitalistas o proletarios. Incluso hasta hace poco, miles de venezolanos, cansados de una dictadura tan cruel como ineficiente, la eligieron para rehacer sus vidas. Pero este poder de atracción se encuentra extinto; el imaginario ahora es el opuesto: si pudieran, son muchos los que se irían sin dudarlo.
Jorge Luis Borges afirmó que los argentinos “venimos de los barcos”, enfatizando el particular linaje nacional, fuertemente cosmopolita, plebeyo e igualitario, como toda sociedad formada por personas de distintos orígenes y espiritualmente alejada de cualquier herencia aristocrática. ¿Qué queda de aquella genial ironía? Sólo nuestros apellidos. La sucesiva mala praxis gubernamental ha logrado el fenómeno inverso, esto es, añorar los países de nuestros ancestros como tablas de salvación o, en forma más prosaica, el deseo de convertir los veraneos en Uruguay en residencia permanente. No es magia; sólo se trata de un auténtico kirchnerismo.