Menos mal. Porque, salvo para el presidente, hace tiempo que la inflación es una de las peores pesadillas para los argentinos comunes y silvestres. El tema viene de larga data. Dejando de lado el siglo pasado, debe señalarse a 2007 como el año en que el monstruo se despertó con fuerza después de más de una década. Los Kirchner nada hicieron para sofrenarla pues, para ellos, no estaba tan mal que digamos. Felisa Micelli lo dijo claramente cuando fungía como ministra de economía: “prefiero algo de inflación antes que la paz de los cementerios”. Ahora estamos en el cementerio, pero sin paz.
Es cierto que Mauricio Macri dejó un regalito inflacionario envenenado, con un 53,8% en su último año de mandato, pero su sucesor no hizo absolutamente nada para corregirlo. Dejando de lado el 2020, cuando las exigencias de la pandemia obligaron a los gobiernos de todo el mundo a tomar medidas expansivas, Fernández nunca pareció tomarse demasiado en serio el asunto. Por el contrario, militó activamente en medidas chapuceras e inconducentes, tales como los controles de precios, las amenazas a codiciosos (no siempre identificados) o prohibiciones de exportaciones de alimentos. Nada de esto, por supuesto, resultó, simplemente porque el diagnóstico nunca fue el correcto.
La inflación de febrero, nada menos que del 4,7%, es un mazazo. Se conoce justo cuando el presidente se encuentra a las vísperas de un auténtico, sino el único, logro personal, esto es, el acuerdo con el FMI, el que será aprobado incluso en contra de los deseos de la vicepresidenta. El dato también le amarga la fiesta de la baja ininterrumpida del dólar blue, la referencia popular sobre cuan mal le va a la economía. El presidente parece uno de esos marineros caricaturescos que, a bordo de un bote maltrecho, no le alcanzan los dedos de las manos y de los pies para taponar los agujeros por donde ingresa el agua.
Tampoco le ayudan, esta vez, las comparaciones con Venezuela. Desde hace unos meses, el dictador Nicolás Maduro ha logrado cierta estabilización gracias a una virtual dolarización de la economía de su país. Fernández ha logrado, al menos en esta materia, que la Argentina se encuentre peor que Venezuela, el gran fantasma de los antikirchneristas criollos.
Tal vez por estos motivos el presidente le haya puesto fecha y nombre al inicio de su blitzkrieg antiinflacionaria. Comenzará el próximo viernes (¿cábala? ¿tarot?) y se llamará guerra, así, sin medias tintas. En sus palabras: “Prometo que el viernes va a empezar otra guerra, la guerra contra la inflación en Argentina”. Dejando de lado la infortunada perífrasis respecto a la “otra” guerra (inevitable pensar en la de Ucrania, generada por su amigo Putin), la alegoría señala, nuevamente, el déficit que padece Fernández respecto a la ciencia económica.
En rigor, la única batalla posible de ser ganada contra la inflación es el del gasto público. Se ha dicho tantas veces que es casi infantil tener que repetirlo una vez más. La inflación se genera porque hay emisión de dinero que debe financiar el colosal déficit fiscal que atenaza las cuentas públicas, imposible de ser sufragado mediante la recaudación impositiva. Luchar contra la inflación es algo así como, siguiendo la analogía belicista, mentirse sobre el avance de las tropas enemigas o la eficacia de la propia defensa. Solo se la vencerá doblegando sus causas, así como en una guerra “real” se triunfa desbaratando la voluntad de lucha del adversario y no arrojándole octavillas invitándolo a pensar sobre lo inmoral de su ataque.
La retórica castrense también desnuda la afición del kirchnerismo por buscar culpables. Solo se inicia una guerra contra algo que parece tan injusto, tan apremiante, que descarta de plano cualquier otra alternativa menos gravosa. Además, la amenaza de un conflicto en ciernes genera -siempre en la mente de los generales, verdaderos o de pacotilla- la ilusión de apoyos apasionados de masas asimiladas a patrióticos soldados, dispuestos a dar su vida por sus convicciones. Todo muy poético, por cierto, pero absolutamente irrelevante.
La inflación no es una peste a la que haya que erradicar, a la usanza del coronavirus, sino un fenómeno derivado de comportamientos humanos ancestrales con consecuencias monetarias, como casi todo lo que ocurre en la economía. Existe porque hay más dinero de lo que el mercado demanda. Es todo. Durante décadas muchos han intentado negar este hecho, apelando a palabras pretendidamente inteligentes para explicarla tales como multicausalidad, especulación, agio, oligopolios o, incluso, señalando a la lucha de clases como la gran responsable, pero ninguna de estas teorías sirvió de mucho para terminar con el flagelo. Los únicos países que lo lograron fueron aquellos que adoptaron programas de reducción del gasto público, incentivos al sector privado y una férrea política monetaria. No es tan complicado.
Sin embargo, ninguno de estos prerrequisitos se encuentra en la agenda del ministro Guzmán, por no hablar de la del presidente. En su lugar, continúan invocando al poder del Estado para disciplinar a los supermercadistas o escarmentar a los exportadores. Parece una broma de mal gusto, en este sentido, anunciar, casi en sintonía con la presentación del índice inflacionario, la creación de una Unidad de Resiliencia Argentina, auténtico símbolo del despilfarro del erario. El hecho de que, sobre el filo de la tarde de ayer, Fernández haya desistido de esta dependencia, no altera la percepción de desvarío que campea en el Ejecutivo. Hasta Maduro se desternilla de risa con semejante desconcierto.
La nueva guerra de Fernández tiene más pinta a fragote que a una operación en gran escala, como casi todas sus iniciativas. Seguramente naufragará en otras decenas de medidas intervencionistas y antimercado y en más amenazas a los empresarios que aumenten los precios “sin necesidad”, como le gusta afirmar al estólido Roberto Feletti. El resultado de este conflicto tan épico como imaginario no será otro que una nueva derrota, toda vez la inflación no puede ser vencida con la armada Brancaleone que secunda al presidente.
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