Esta es una situación inédita. Esta vez el veto de Cristina Fernández no alcanzó para bloquear una política del Ejecutivo. Es una señal importante sobre que la influencia de la expresidenta ya no es lo que era, ni que sus berrinches continúan siendo de obediencia obligatoria. También es una prueba palpable de que, cuando ningún Kirchner interfiere, el gobierno tiene chances de acuerdos razonables con la oposición.
Todo hace presumir que este es solo el comienzo de una ruptura de gran alcance dentro del Frente de Todos, con el presidente en el ojo de la tormenta. En adelante, y bajo diferentes formas, los conceptos vertidos por la diputada ultra K Fernanda Vallejos meses atrás irán perfeccionándose hasta constituir una verdadera doctrina política en contra de Alberto. Básicamente, y a modo de recordatorio, la diatriba vallejista consistía en negarle atributo alguno de liderazgo (la jefa es Cristina y nadie más) y sindicarlo como un okupa que, para colmo de males, ni siquiera sabe gobernar.
Este “corpus” ideológico tomará impulso conforme sea quien lo critique y, en algún momento, producirá la eclosión que cualquier analista más o menos serio podría haber predicho desde el momento mismo en que Cristina anunció la fórmula presidencial con ella en segundo término. Cuando ello ocurra -se especula que será pronto- cualquier intento de mediación entre el presidente y su vice será superfluo: ninguno de los dos querrá salvar la coalición oficialista de las contradicciones que la están desangrando y que la han hundido en la parálisis.
Un hecho semejante conllevará realineamientos dentro del sistema político a lo largo de toda la geografía nacional. Dentro del peronismo dejará de existir la sinonimia vigente (con la salvedad de Córdoba) entre el partido y el kirchnerismo, cobrando fuerza sus versiones más moderadas u ortodoxas y desplazando a dirigentes vinculados con la Cámpora de lugares de poder. No está claro que este fenómeno tienda a fortalecer al presidente, pero sí que el temor preexistente a la ira de Cristina comience a desaparecer y, con ello, el surgimiento de otras voces dentro de la fuerza, de momento calladas.
El propio Alberto debe de encontrarse consternado. Prácticamente sin poder propio ni aspiraciones de construirlo, sus primeros dos años de mandato se estructuraron sobre la dialéctica asimétrica entre sus deseos y los de su vicepresidenta. Este juego lo privó de reclamar un volumen político acorde a su investidura, pero, al menos, le proporcionó la comodidad -satirizada en una catarata de memes- de definirse como una suerte de intérprete de las inquietudes de Cristina, incluso de aquellas que lo condenaban a la irrelevancia. Ahora esto no existe, so pena de descender todavía más por la espiral del ridículo y la genuflexión.
Se advierte que son motivos más que suficientes para que muchos opten por desensillar hasta que aclare, suspendiendo momentáneamente sus aprestos electorales. El Frente de Todos está mutando aceleradamente y, con tal fenómeno, no resultaría extraño que la oposición también tuviera que aceptar algunas mudanzas dentro de sus actuales supuestos estratégicos.
El asunto es bastante claro cuando se ponen las opciones sobre la mesa. Hasta el presente, dentro de Juntos por el Cambio (y entre los libertarios de Milei y de Espert) se daba por descontado que la gestión títere de Fernández continuaría con su deriva izquierdista y subordinada a las veleidades K. Esto alentaba a que sus halcones afilasen las garras en detrimento de las palomas. Pero un escenario en el cual Cristina se encuentre replegada a una mera línea interna dentro del oficialismo, no necesariamente mayoritaria, puede que lo cambie todo. No es lo mismo prescindir del presidente bajo el supuesto de que aquella es quien realmente orienta el rumbo del país que reconocer que este la ha desplazado de este rol y que otro debe ser, en consecuencia, el talante político a adoptar.
No debería aventurarse por ello que Alberto sea el enemigo por vencer hacia 2023. Lo que tiene por delante es tan arduo, tan complejo, que difícilmente llegue al final de su mandato en condiciones de reclamar su reelección o cosa que se le parezca. Sin embargo, el momentáneo eclipse de Cristina tiene el mérito de permitir que otras expresiones, como las del cordobés Juan Schiaretti, puedan tener cabida dentro de un justicialismo acostumbrado a la inercia de los caprichos kirchneristas. El jefe de Estado bien podría ser espectador de estas transformaciones mientras lleva adelante el programa que, por carencia de uno propio, le fuera impuesto por el FMI.
Esta nueva situación impacta en Córdoba, tal como es de imaginarse. En la arena local, tanto el peronismo como JxC compiten por demostrar quién es el más antikircherista. Por ahora, la fórmula les ha funcionado con la exactitud de un reloj suizo: el primero triunfa en las elecciones provinciales, mientras que el segundo lo hace en las nacionales. Los excesos de Cristina siempre han sido una bendición para ambas expresiones.
No obstante, y sin ella, las cosas podrían cambiar. Un razonamiento simple diría que tal ausencia empeoraría las chances de Luis Juez y de sus seguidores más fanatizados (entre los que se encontrarían, inexplicablemente, la diputada Laura Rodríguez Machado), al tiempo que mejoraría la de los más moderados. Sería, asimismo una novedad bienvenida por Martín Llaryora, el casi seguro candidato de Schiaretti para la gobernación.
Todas son especulaciones válidas que, con el correr de los días, se harán más tangibles al tiempo que se continúe profundizando la crisis dentro del FdT y, con tal cosa, la reconfiguración del poder presidencial. Razón de más para desensillar; no vaya a ser cosa de continuar batiendo el parche contra un kirchnerismo que, a la luz de los últimos sucesos, podría haberse transformarse en un actor de reparto sin mayor futuro.
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