Biden heredará de su antecesor un país que conoció por vez primera los delirios del populismo. No importa que Trump sea millonario o que haya llegado al poder mediante el partido Republicano (una fuerza innegablemente conservadora); sus modales, sus arrebatos y su personalismo fueron, claramente, de matriz populista. Afortunadamente, sus excesos estuvieron limitados con eficacia por las instituciones domésticas a lo largo de su mandato, aunque esto no evitó una innegable degradación en la vida política de aquella nación.
El nuevo presidente es la antítesis de este estilo. Veterano y de larga carrera política, se desempeñó como el vice de Barak Obama entre 2009 a 2017 sin mayores sobresaltos. Sus detractores lo tildan como “un desfasado miembro del establishment con tendencia a meter la pata cuando habla y demasiado mayor para el cargo”, pero el huracán desatado por Trump hace de aquellas debilidades una ventaja apreciable en un sistema político todavía atribulado por la toma del Capitolio. Sus posiciones ideológicas, mucho más centristas que buena parte de su partido, realzan esta fortaleza.
La mayor novedad que aporta Biden es Kamala Harris, su vicepresidenta. Esta abogada de profesión es una típica exponente de la diversidad estadounidense de las últimas tres décadas. Hija de una madre india tamil y de un padre jamaiquino, es una mujer brillante, dueña de una personalidad propia y de innegable futuro. Su inteligencia recuerda a la de Obama aunque, debe decirse, Harris parece más situada algo más hacia la izquierda que el exmandatario. De cualquier manera, parece destinada a ocupar un lugar preponderante en la historia política de la Unión: tal como señala la BBC, “será la primera mujer en ocupar el cargo, además de la primera persona negra y la primera de ascendencia asiática”. No son pocos los que especulan que, debido a la avanzada edad de Biden (78 años), Harris está destinada a llegar allí donde Hillary Clinton no pudo.
Los nuevos vientos que soplarán desde hoy en Washington podrían resultar en una brisa reconfortante para Buenos Aires, sumida en la intrascendencia desde la perspectiva de las relaciones internacionales. Tal cosa es perfectamente posible, al menos desde la teoría. Biden es católico (el segundo de esta confesión, antecedido por John Fitzgerald Kennedy) y es pública su buena sintonía con el Papa Francisco, tan argentino como el dulce de leche. Además, los demócratas siempre se han mostrado como más receptivos a desarrollar vínculos con otros países en cuestiones que exceden a temas tales como la balanza de pagos o la apertura de nuevos mercados, una posición que el kirchnerismo en el poder resalta como altamente positiva.
Sin embargo, no habría que pecar de optimismo. Es cierto que la nueva administración estadounidense probablemente más receptiva que la de Trump en cuestiones sociales o de cooperación multilateral, pero esto no significa necesariamente un acercamiento automático hacia la Argentina, que continúa siendo mal vista por el Departamento de Estado. Podría aventurarse, en aras de explorar diferentes hipótesis, que hasta tanto la Casa Rosada no defina con claridad su postura frente a la dictadura venezolana, entre otros temas, las cosas no cambiarán demasiado, amén de alguna que otra mejora en los modales recíprocos.
También debería razonarse en que, para los demócratas, los K son parecidos a lo que fue Trump, especialmente en sus tendencias populistas y autoritarias. Con solo hojear archivos recientes podrían encontrarse con destacados dirigentes del peronismo, como Guillermo Moreno, que no hasta no hace mucho tiempo atrás reivindicaban las políticas económicas nacionalistas del ahora expresidente. Tampoco se encontrarían críticas especialmente notorias de parte de Cristina Fernández y de su círculo más íntimo hacia aquel cuando en el resto del mundo arreciaban las invectivas en su contra.
Además, no puede soslayarse que Trump, durante la presidencia de Mauricio Macri, privilegió la relación bilateral como hacía tiempo que no se veía. El republicano llamaba por su nombre a su colega argentino y lo tenía como uno de los suyos, dado su común origen empresario y su riqueza personal. Lamentablemente esto significó bastante poco para Macri, quien no pudo evitar la crisis cambiaria de abril de 2018 que, como comúnmente se acepta, fue el principio del fin de sus ambiciones reeleccionistas.
Esto remite a una cuestión que debe ser abordada sin falsas expectativas. Tener un amigo en la Casa Blanca es importante, pero no resuelve los problemas domésticos que el propio gobierno nacional es incapaz de solucionar. Todavía se recuerda la frase de George W. Bush cuando la crisis de la convertibilidad atenazaba a la gestión de Fernando de la Rúa: “la Argentina es un aliado y a los aliados no se los abandona”, pontificaba desde Washington. Pero, y más allá de aquellas genuinas expresiones de apoyo, era poco lo que podía efectivamente hacer, a menos que enviara un impensable crédito no reembolsable de miles de millones de dólares para que el gobierno de turno lo malgastara en financiar el déficit fiscal criollo.
No se puede pretender este tipo de caridad como manifestación de afecto, por más intereses comunes que se compartan. Ningún gobierno ayuda a otro en el exterior si este no da señales de hacer lo correcto. Además, para eso están los organismos multilaterales de crédito, entre los cuales sobresale el Fondo Monetario Internacional, tradicional cuco del peronismo y de la izquierda nacional. Y es precisamente en el FMI donde Alberto Fernández pretende que Biden comience a demostrar su buena voluntad.
Son conocidos los esfuerzos del ministro Martín Guzmán por renegociar la asistencia que el Fondo brindó a Macri en sus momentos más aciagos. No solamente por el calendario de vencimientos oportunamente establecidos sino porque, además, se encuentra pendiente un tramo de más de siete mil millones de dólares cuyo desembolso el organismo supedita a una ejecutar una serie de reformas por parte del gobierno argentino. Contar con este monto sería tocar el cielo con las manos para Fernández y los suyos, severamente necesitados de divisas.
Estados Unidos tiene una fuerte presencia en el directorio del FMI y tanto Economía como Cancillería esperan que los demócratas expresen su simpatía instando a un rápido acuerdo con Buenos Aires. ¿Es una pretensión realista? Se duda que así sea. Por mejor voluntad de que tenga Washington, el directorio no avanzará un ápice sobre las recomendaciones que formule Kristalina Gueorguieva. Esto siempre ha sido así, incluso en las épocas de las “relaciones carnales” que, en los ´90, propugnara el memorable canciller Guido Di Tella. Biden puede derrochar más sonrisas que Trump, pero difícilmente colaborará con la Argentina en mayor medida de lo que lo hizo el magnate cuando tuvo su oportunidad.
El viejo refrán señala que no hay vientos propicios para quien no sabe hacia donde va. No hay mejor sentencia para explicar los éxitos y los fracasos de las relaciones internacionales. Hasta que la Argentina no sepa exactamente que quiere hacer con su posición en el mundo y con su destino económico es muy difícil que los Estados Unidos, o el país que sea, decida acompañarla en un rumbo que nadie acierta a adivinar. Hasta no resolver este entuerto, Biden podrá hacer tan poco como la reina de Inglaterra para aliviar las duras condiciones del presente.
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