Cristina, peronista súbita

(Por Pablo Esteban Dávila) Peronista súbita. No se ocurre mejor descripción de la inédita versión pejotista que acaba de mostrar Cristina Fernández de Kirchner. Después de tanto despreciar al justicialismo y a sus dirigentes institucionales (una constante en su vida política) ahora, de repente, abraza con ardor la liturgia partidaria, incluida la marchita. Ya lo dijo el general: peronistas somos todos. También la vicepresidente.

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Cristina nunca ocultó su desprecio por el PJ. Tenía, al menos, dos razones para ello. La primera, el hecho de que su esposo había intentado, tan pronto se hizo de la presidencia de la Nación allá por mayo de 2003, vertebrar un núcleo de apoyos por fuera del partido denominado “la transversabilidad”, que articulaba elementos independientes y de izquierda dentro de su incipiente proyecto político. Néstor desconfiaba de los peronistas clásicos y estos de aquel, a quien consideraban un peligroso advenedizo.

La segunda razón estribaba en cuestiones ideológicas. La expresidenta se considera a sí misma parte de la “juventud maravillosa” que Perón echó de la Plaza de Mayo en 1974, en medio de una concentración por el día del trabajo. Aunque no hay ninguna prueba de que sea una heredera de Montoneros (justo es decir que tampoco ella se ha reivindicado públicamente como tal), no es menos cierto que existe una simbología cuidadosamente cultivada que la une con la Orga, el culto a Evita incluido. Es inevitable, por consiguiente, que Cristina considere al peronismo una fuerza pseudoburguesa, burocratizada y con un toque conservador por completo ajena a sus autopercibidas reivindicaciones revolucionarias.

Sin embargo, Cristina se encuentra dando señales de que aquella tirria está dando paso a una confesión de sincera pertenencia. El motivo no es otro que el juicio que se le sigue en su contra en la causa Vialidad.

Los alegatos de los fiscales Luciani y Mola han producido una especie de terremoto dentro del susceptible tejido político del kirchnerismo. Sin el tejido protector de un buen gobierno (por cierto, todo lo contrario) las duras acusaciones ventiladas dentro del proceso ponen a la vicepresidenta en un lugar incómodo. Frente a ello ha elegido la victimización, una suerte de constante en su vida política. Victimizarse tiene la ventaja de poder omitir las explicaciones que fundamentarían su inocencia, al tiempo que le permite vociferar contra los imaginarios victimarios, esto es, la Justicia y los medios de comunicación.

Señalar a los villanos de costumbre como los responsables de su situación es ya una marca registrada. Cristina se siente la capitana de un sujeto histórico (el parangón hegeliano es ampuloso, pero de referencia inevitable) y, como tal, ajena a los mecanismos de la división de poderes. En otras palabras, no importa de qué cosa se la acuse o de si los hechos que fundan el juicio que la tiene como protagonista en efecto existieron, lo realmente importante es que ella se encuentra, o debería encontrarse, fuera de estas minucias investigativas toda vez que es la protagonista de una transformación destinada a darle felicidad al pueblo.

Estas pretensiones hipostáticas, en donde el pueblo se identifica sin solución de continuidad con su conductor, son propias de los liderazgos mesiánicos y populistas, tipologías que a menudo se confunden. Es una visión peligrosa. Rechaza los fundamentos del sistema republicano y reivindican el decisionismo, es decir, la voluntad del líder para implementar las transformaciones que solo él entiende que interpretan los deseos y necesidades del pueblo. Las instituciones, ideadas por el constitucionalismo liberal para mediar entre el poder absoluto y los derechos y garantías de los ciudadanos, son un estorbo que ralentizan el proceso de cambio, cuando no la excusa de grupos reaccionarios para evitar que las reformas sociales vean la luz.

Cristina cree firmemente en esto. Ella está más allá del juicio de los hombres y solo se atiene al de la historia, es decir, a ninguno. Fundamenta su persecución en lo sucedido con Lula Da Silva o con su amigo Rafael Correa, el expresidente ecuatoriano. Ningún tribunal se encuentra legitimado para acusarla de nada. Si esto ocurre es porque, simplemente, es una perseguida política, un blanco de grupos concentrados que utilizan a jueces y fiscales como arietes de sus inconfesables intenciones antipopulares.

Y es aquí donde reencuentra su propia biografía con la de Perón. ¿O no fue él un proscripto durante décadas? ¿Acaso no fueron diezmados sus seguidores solo por intentar hacer un país más justo y soberano? El largo exilio del general solo fue posible por las fuerzas de la antipatria, de la oligarquía y de los militares cipayos, un auténtico cóctel reaccionario. Le toca el turno a Cristina llevar la antorcha de los grandes líderes perseguidos por causa de sus altos ideales. No es otro el sentido de sus más recientes palabras: no van contra ella, sino contra el peronismo. Su gesta es la misma del movimiento nacional y popular.

Claro que la vicepresidenta olvida el contexto. Hace casi 40 años que la Argentina vive en democracia y que esta, con sus más y sus menos, ha funcionado aceptablemente incluso en momentos aciagos. No hay proscripciones ni persecuciones políticas. Ni siquiera el kirchnerismo, dueño de visiones autoritarias, se ha atrevido a quebrantar este estado de cosas. Tampoco Cristina es la primera mandataria que se sienta en el banquillo de los acusados. Carlos Menem y Fernando de la Rua también atravesaron la experiencia. Aunque alegaron siempre su inocencia, ambos se sometieron sin mayor resistencia a los procesos que se incoaron en su contra.

También los seguidores de Cristina ignoran estas cuestiones elementales. Resulta penoso observar de como militantes, dirigentes y personalidades del peronismo K expresan una suerte de solidaridad en las calles con quien se dice víctima de oscuras conspiraciones judiciales. No importa si son muchos o pocos, toda vez que el número no afecta a la razón, sino la naturaleza del planteo que vociferan sin pudor: si la tocan a Cristina va a haber quilombo.

Quilombo puede haber siempre. Después de todo, la democracia es una máquina de procesar conflictos sin sucumbir a ellos. Pero que lo haya es muy diferente a sostener que Cristina es una perseguida política o que, por el solo hecho de considerar que es una líder popular, se encuentra exenta de rendir cuentas ante la justicia. Incurrir en este tipo de argumentaciones es negarle entidad al sistema político que gobierno a la Argentina y que, de hecho, les ha permitido tanto a Néstor como a su esposa protagonizar doce largos años en el poder y financiar a muchos de quienes, por estas horas, imaginan protagonizar un 17 de octubre de cotillón en las calles del barrio porteño de la Recoleta.

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