Esta es una visión recurrente en buena parte de la clase política nacional, esto es, creer que se toma deuda para hacer chanchullos y cobrar jugosas comisiones. Ojalá esto fuera cierto: los problemas de balanza de pagos se solucionarían sólo con honestidad. La realidad, como siempre, es mucho más compleja y excede a la bondad kirchnerista.
Desde el punto de vista operativo, Macri tomó deuda (primero con bonistas, luego con el Fondo) para hacer dos cosas: pagar los vencimientos de bonos en dólares emitidos por Cristina y solventar el gasto público que no podía ser sufragado con ingresos corrientes. Tan simple como esto. Tres de cuatro dólares fueron a pagar compromisos anteriores. El dólar restante, a bancar el gasto público.
Como el déficit fiscal parece no extinguirse nunca, no solo Macri tuvo que seguir endeudando al país sino que también lo está haciendo Alberto y, seguramente, quienes lo sucedan en el futuro. Lejos de cualquier teoría conspirativa, los gobiernos argentinos deben tomar fondos en el exterior porque no les alcanza con lo que recaudan. O darle a la maquinita de imprimir billetes. O ambas cosas a la vez.
Esta última combinación es la que se está ejecutando en la actualidad, pese al horror que declama el presidente por los compromisos externos heredados. Fernández no solo ha impreso billones de pesos (no es una exageración) sino que, además, se ha endeudado por $20 mil millones de dólares, aproximadamente la mitad de lo que le reprocha a Macri y en apenas un año de mandato. El mecanismo utilizado es dinamita pura: tomó todo lo que debía en pesos y lo canjeó por un bono pagadero en dólares. A su vencimiento será mandatorio ajustarse los cinturones.
¿Se encuentra Fernández pergeñando algún desfalco o diseñando alguna fuga de divisas, igual que su antecesor? Nada de eso. Apenas continúa el triste camino del déficit. Pero, mientras que para Juntos por el Cambio el diagnóstico estaba relativamente claro (aunque no así los remedios), el presidente parece sumido en una confusión conceptual, una niebla cognitiva.
Tanto él como sus funcionarios vienen diciendo que no se pagará al Fondo con ajuste, y que tampoco serán los más débiles los perjudicados por la negociación que se está llevando a cabo. Los senadores kirchneristas fueron todavía más allá, requiriéndole al organismo que “se abstenga de exigir o condicionar la política económica” nacional. Asombra tanta valentía. Sin embargo, el ajuste ya comenzó y está cayendo sobre los que menos tienen. La nueva fórmula jubilatoria es un ejemplo perfecto de este cinismo, al igual que la brutal caída del salario real que sufren todos los argentinos casi por igual.
El problema es que no consisten en un programa coherente, explícito, sino de meras estrategias de supervivencia que colisionan con el discurso oficial. Si se trataran de medidas explícitas de estabilización al menos se sabría hacia donde se piensa llegar con la estrategia, o cual es el diseño del país del futuro, pero esto está lejos de ocurrir. Todo indica que, como tantas veces en la historia reciente, el gobierno solo trata de comprar tiempo a la espera de mejores momentos. Y que, cuando estos lleguen, comenzará nuevamente la fiesta populista. Es una fórmula atroz: sufrir mucho ahora, para seguir sufriendo menos después.
Comprar tiempo requiere mansedumbre popular y también recursos adicionales. Como el frente externo está blindado -nadie presta un centavo a la Argentina- aquellos pueden ser logrados con el exclusivo expediente de crear nuevas gabelas. Esto explica la iniciativa de la dupla Carlos Heller – Máximo Kirchner de establecer un impuesto a la riqueza “por única vez” (imposible no entrecomillar tal justificación) para supuestamente financiar los inesperados gastos generados por la pandemia.
Esto suena a una excusa. Del propio texto del proyecto que se discutía anoche en Diputados surge que apenas un tercio de lo que se recaude se aplicará al sistema de salud. El resto será destinado a YPF Gas con el propósito de incentivar la generación de energía, lo cual desmiente la supuesta transitoriedad del impuesto. Cualquier inversión en el campo energético es, por definición, una cuestión de largo plazo.
De lo que sí no existen dudas es que este tributo traerá litigios al por mayor. Tiene múltiples inconsistencias, genera dobles imposiciones y confunde bienes patrimoniales con capital de trabajo. Muchos de los alcanzados recurrirán a los tribunales porque se trata de un expolio sobre sus negocios corrientes, mientras que otros lo harán por un tema eminentemente conceptual. El gobierno los tildará de miserables -el presidente ya utilizó el término para referirse a Paolo Rocca, a inicios de la cuarentena- pero mucha gente, aun la que está muy lejos de integrar cualquier plutocracia, se solidarizará con los reticentes, como sucedió en su momento con Vicentin.
Sucede que el país productivo no soporta más impuestos, ni que el gobierno continúe en sus afanes de cazar en el zoológico. Tampoco produce ninguna emoción, excepto prevenciones, las declamaciones oficiales sobre la solidaridad con los que menos tienen o la redistribución de la riqueza. Si hay algo claro en el país es que, con el discurso redistributivo, queda cada vez menos riqueza que repartir para una cantidad siempre creciente de pobres. Si se considera que, al menos desde 2002, este es el discurso predominante, es difícil no concluir que existe una relación de causalidad entre el pobrismo de la clase dirigente y la pobreza de los que efectivamente no tienen nada.
Las confusiones entre la verdadera naturaleza de la deuda externa y los remedios para hacerse de más recursos públicos desnudan el principal problema que atraviesa la coyuntura, esto es, el extravío conceptual. No son temas especialmente complejos, pero requieren aceptar que la disciplina fiscal es un valor que excede las cuestiones ideológicas o la imaginación del peronismo K. La inflación, la deuda y la consiguiente estampida contra el peso son tanto manifestaciones del déficit fiscal como de la desconfianza oficial en el mercado para recrear las condiciones de crecimiento macroeconómico y atraer la inversión privada. Las respuestas del gobierno, como siempre, son de cabotaje. Más impuestos y más relato, y una dosis infinitamente cínica de prevenciones anticapitalistas. Así estamos, así seguiremos.
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