Esta certidumbre contrasta vivamente con sus primeros sesenta días al frente de la administración municipal. Por aquel entonces, muchos se preguntaban si el peronista tenía un plan de gobierno más allá de su alianza con el gobernador. Algunos continuaban chicaneándolo sobre su presunto desconocimiento de la ciudad -tal como lo habían hecho durante la campaña- y su voluntario silencio inicial no hacía gran cosa por mejorar aquella imagen de subordinación automática al mandamás provincial.
Tampoco era claro el rumbo que habría de tomar. Su debut estuvo signado por un fuerte incremento en tasas y contribuciones, lo que reavivó el debate (siempre presente) sobre el destino de los ingresos que tales ingresos generarían. El sólo suponer que podrían llegar a quedar, como casi siempre había ocurrido, en el bolsillo de los municipales, motivaba maliciosos comentarios sobre que, al final, Llaryora seguiría gobernando únicamente para sus empleados, exactamente igual que sus predecesores.
Pero entonces llegó el Covid-19. Para Juan Schiaretti, referente y mentor del intendente, la novedad resultó en un verdadero incordio. Habituado a la ejecución de obra pública y a contar los porotos entre el debe y el haber de las finanzas provinciales, el coronavirus desbarató todos los planes que había trazado para su tercer mandato no consecutivo. Con los ingresos propios en caída libre y la coparticipación desquiciada, no tuvo más remedio que modificar la ley de jubilaciones mediante un procedimiento tan expedito como opinable, amén de numerosas restricciones en el gasto público. La cuarentena pareció encontrarlo sin un plan B, amén del obligado ajuste; sólo el mantenerse firme en las sucesivas flexibilizaciones llevadas a cabo desde finales de mayo le devolvió algún juego propio dentro de un escenario general de carestía política.
Llaryora, sin embargo, encontró en la pandemia un inesperado consejero. A modo de un Durán Barba microscópico, el virus le fue mostrando un camino que muchos habrían considerado impracticable. Fue así como llevó a cabo una tarea incesante de reconstrucción del maltrecho prestigio del Departamento Ejecutivo, imponiendo, irónicamente, el programa de orden que su antecesor, Ramón Javier Mestre, había intentado desarrollar durante su primer mandato, sin mayor éxito.
No hay dudas de que el intendente tiene un programa definido y que se encuentra empeñado en cumplirlo. La pregunta sobre si, efectivamente, lo tenía in pectore al momento de asumir en diciembre pasado, ha sido superada por las circunstancias. Por previsión o por fortuna, tanto dentro de la oficialista Hacemos por Córdoba como en la oposición, el hombre se está ganando el respeto de la comunidad política por derecho propio.
El relanzamiento de su imagen es, asimismo, un factor de esperanza (aunque también de tensión) dentro del peronismo. Desde Rubén Martí a la fecha, la municipalidad de Córdoba se había transformado en una trituradora de carne antes que un trampolín hacia la gobernación. ¿Puede que esté cambiando aquel patrón determinista a la luz de los recientes acontecimientos? Quien se adivina como uno de los candidatos a suceder a Schiaretti, el vicegobernador Manuel Calvo, quizá no las tenga todas consigo si esta tendencia efectivamente se refuerza.
Calvo ha llevado adelante su propia estrategia en el marco de la crisis. Debido a que el gobernador pertenece a un grupo de riesgo, el hombre de Las Varillas supo ponerse al frente de las actividades del COE que, como se ha dicho, intentan mostrarse consistentes con el objetivo de liberar la economía y la vida social, aun con el temor que despiertan los recientes brotes en diferentes localidades. A decir verdad, el vicegobernador no ha desentonado con este rol, a pesar de que Diego Cardozo, el ministro de Salud, también se las ha arreglado para exhibirse como un referente en la emergencia, cohabitando en este imaginario.
No obstante, y por más que Calvo muestre un empeño que exceda las expectativas formales de su cargo, Llaryora tendría las de ganar si es que el futuro resultase coherente con sus logros en la actual coyuntura. Después de todo, gobierna la segunda ciudad del país y la capital simbólica del interior, con toda la potencialidad que tal cosa supone. Un intendente exitoso tendría más chances de retener la provincia que un vicegobernador lleno de enjundia, máxime cuando otros, habiendo querido proyectarse desde la misma posición, naufragaron en el intento. Quien quebrara aquella maldición tendría el prestigio de un exorcista electoral.
Queda, sin embargo, mucho por delante. El Covid-19 ha sido funcional para la gestión municipal en el demandante frente del gasto, pero la peste tiene fecha de vencimiento. La vacuna llegará inexorablemente y, con ella, el retorno a la vieja normalidad. ¿Supondrá tal cosa la revancha de sindicatos hoy golpeados y desorientados? ¿Podrá el Lord Mayor mantener sus políticas y liberar los recursos que, se imagina, comenzarán a fluir conforme sobrevenga la reactivación hacia más obra pública y mejores servicios a los vecinos? Son las batallas que habrán de venir y que demostrarán si el sanfrancisqueño, en definitiva, es un líder de verdad o sólo un dirigente con suerte. No hace falta insistir en que la primera alternativa conlleva el premio mayor.
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