Si, en diciembre de 2019, alguien le hubiera preguntado al flamante presidente Alberto Fernández que fue lo mejor que le había ocurrido en su vida política, la respuesta hubiera sido las PASO. En agosto de aquel año, el entonces candidato se impuso por más de 16 puntos sobre Mauricio Macri, quien buscaba su reelección. La diferencia fue tan grande, tan contundente, que muchos en Juntos por el Cambio tiraron la toalla. La economía, además, entro en modo pánico, permitiendo una salvaje actualización del tipo de cambio y evitando, de esta manera, que el Frente de Todos tuviera que tomar una antipática medida en este sentido al asumir el gobierno. Definitivamente, las PASO fue lo mejor que le había pasado a Fernández por entonces; ni la épica remontada final de Macri evitó lo que, a partir de aquel momento, todos dieron por sentado: que el kirchnerismo regresaría al poder y que no había nada que pudiera evitarlo.
Dos años después, el panorama es inverso. Fernández no quiere saber nada con las primarias. Su administración está golpeada tanto en lo económico como en lo político, por lo que someterla a esta prueba electoral anticipada resulta de pronóstico, cuanto menos, azaroso. Para hacerle frente su gobierno sólo tiene a mano un único recurso: el tiempo. El presidente confía en que el rebote económico que se insinúa no se detenga (por ahora no prevé una nueva cuarentena ante la segunda ola del Covid-19) y que el flujo de vacunas se acelere en las próximas semanas. Ambas variables, para poder ser expuestas con todo su esplendor ante la opinión pública, requieren que los meses pasen y muestran los resultados que se imaginan.
Las PASO, para esta estrategia, constituyen una auténtica piedra en el zapato. Si se realizan en agosto, tal como está previsto, todavía no habrá mucho de lo que jactarse. Difícilmente se alcance a vacunar el 40% de la población para entonces y la economía todavía mostrará elevados niveles de desempleo y pobreza. Cuando más se patee el asunto para adelante mejor será, ni que decir su lisa y llana suspensión.
Las tribulaciones oficialistas sobre las primarias son inversamente proporcionales al entusiasmo de la oposición para participar en ellas. Con el antecedente de Macri en el bagaje de experiencias, Juntos por el Cambio se ilusiona con un precoz batacazo que le allane el camino hacia octubre. La mayor parte de las bancas en juego pertenecen a este espacio, por lo que las expectativas de renovarlas, e incluso sumar otras, son importantes. No se trata, únicamente, de agregar nuevos legisladores a los ya existentes, sino de mantener una cuota de poder real dentro del sistema político. Con los números actuales en Diputados, el oficialismo no puede sacar leyes importantes sin el concurso de otras fuerzas ni lograr el quorum por si mismo. Esta es una situación inédita para un gobierno peronista.
La clave de la Casa Rosada es, por consiguiente, como estirar lo más posible el compromiso electoral de agosto y, por carácter transitivo, las legislativas de octubre sin que la oposición obstaculice el propósito. Dentro de la panoplia de posibilidades en análisis hay dos que parecen concentrar la mayor parte de la atención.
La primera es una modificación del calendario electoral. Consistiría simplemente en migrar las PASO a septiembre y las legislativas a noviembre bajo el pretexto de evitar los contagios. Agosto es un mes frío y, como tal, propenso a esparcir el coronavirus en ambientes cerrados y mal ventilados, como podrían ser los colegios. Todo se reduciría, por lo tanto, a votar igual que siempre pero con treinta días de diferimiento en cada caso.
Máximo Kirchner, Sergio Massa y Wado de Pedro han explorado esta alternativa con referentes de JXC, entre ellos, Jorge Macri, Cristian Ritondo y la intendente de General Arenales, Erica Revilla. Las negociaciones no han sido secretas y, evidentemente, han tenido el propósito de inocular el bacilo de la discordia dentro de las filas opositoras. Dejando de lado que nada podría objetarse al intento oficialista de negociar un tema tan sensible (después de todo, para eso está la política) es poco probable que los contactados puedan imponer un criterio diferente al que campea por estos tiempos dentro de la conducción nacional de la entente, que no es otro que dejar las cosas como están. En esto coincide tanto el radicalismo como el PRO, ambas fuerzas dispuestas a hacerle morder el polvo al gobierno de la misma manera que tuvieron ellos que morderlo en 2019 en ocasión similar.
La otra posibilidad es más audaz y se encuentra patrocinada por el propio Massa, el pragmático presidente de Diputados. Se trataría de fusionar las PASO con las legislativas en un único acto comicial. La idea, amén de su simplicidad, tiene sin embargo un problema filosófico: reemplazaría las primarias por una ley de lemas encubierta, al estilo de la utilizada en algunas provincias y que tantas polémicas ha generado en el pasado reciente del país.
Dejando de lado los bemoles que se le conocen a este mecanismo, la ley de lemas puede que colabore a dirimir la cuitas entre diferentes candidatos a cargos ejecutivos, pero es especialmente vidriosa en lo que hace a la selección de los legislativos, dada la alta tasa de confusiones y equívocos que supone. Para evitar esto es que, oportunamente, la administración de Cristina Kirchner impuso las primarias abiertas, simultáneas y obligatorias en 2009, de modo tal de facilitar una instancia gratuita a todas las fuerzas políticas para someter sus dinámicas internas a la ciudadanía y seleccionar, de tal manera, los candidatos a representarlas en las elecciones generales. Suplantar este espíritu por una ley de lemas solapada sería retroceder décadas en la transparencia de la política.
La situación, por lo tanto, es contraintuitiva. La Casa Rosada esta vez quiere diálogo político sobre las primarias (toda una rareza) en tanto que la oposición, que siempre lo reclamó, parece reticente al convite. Ambas partes calculan sus chances, aunque del lado de JXC puede que las aguas bajan revueltas. Mañana se verá en la reunión de su mesa nacional, en donde las posiciones son bastante previsibles. Los halcones (Patricia Bullrich, el expresidente y, en buena medida, Alfredo Cornejo) son refractarios a cualquier modificación del calendario electoral, mientras que el ala pragmática -básicamente, los gobernadores y el jefe de gobierno porteño- podrían llegar a considerarlo si la pandemia regresará para ensañarse, nuevamente, con sus distritos. Temen, quizá con razón, que el electorado juzgue como anómica la insistencia de la clase política por votar pese a las muertes, la ocupación de camas críticas o los contagios masivos.
De cualquier manera, es interesante observar en vaso medio lleno. Nunca un gobierno de signo K necesitó acordar nada con nadie. Tampoco la oposición tuvo chances, durante los mandatos de Néstor y Cristina, de exigir algún tipo de negociación. Hoy las cosas son diferentes. De ocurrir alguna modificación en torno a las PASO deberá mediar, en forma previa, un entendimiento político, un extremo que necesitará, a modo de prerrequisito elemental, que JXC genere sus propios consensos sobre el tema. Es una doble instancia que deberá seguirse con especial atención. Grandes cosas están en juego: desde una derrota oficialista hasta una victoria opositora que le abra las puertas de la Casa Rosada hacia 2023.
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