Gobierno sin brújula y ministros en sepia

(Por Pablo Esteban Dávila) La solución kirchnerista a la crisis del gobierno del Frente de Todos fue reinstaurar una camarilla de ministros en color sepia para “relanzar” la gestión de Alberto Fernández. Cuenta distinguir al nuevo gabinete de los que sirvieron, a su turno, a la actual vicepresidenta de la Nación. Aparentemente, las piezas de recambio en una coalición de pretende verse como revolucionaria son, por decir los menos, escasas. Hace falta regresar a los viejos conocidos, a modo de la gerontocracia cubana.

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Sin fatigar en toda su extensión la nueva estructura ministerial señálese el reingreso de Aníbal Fernández (Defensa), Jorge Domínguez (Agricultura), Daniel Filmus (Ciencia y Tecnología) y de la estrella del momento: el gobernador tucumano Juan Manzur (Jefatura de Gabinete). La mano derecha del presidente, Santiago Cafiero, fue premiado con la cancillería en reemplazo del malogrado Felipe Solá, desautorizado de la peor manera en el medio de un viaje oficial a México.

Prima facie, puede afirmarse que no se produjo un desembarco camporista -el gran temor de Alberto- tras la embestida pública de Cristina Fernández el pasado jueves. Subsisten, por supuesto, los de esta agrupación que ya estaban en el gabinete que terminó saltando por los aires el fin de semana, Wado de Pedro (ratificado en Interior) entre los más connotados. Solo Matías Kulfas y Martín Guzmán se mantienen, en propiedad, como hombres del presidente. Constatar esta minoría es una llamativa anomalía dentro de un régimen político como el argentino.

Esto no significa que los ingresantes no tengan nada que ver con CFK, o que sean miembros del cada vez más elusivo grupo de peronistas no kirchneristas. Todos, de alguna u otra manera, han trabajado o aun lo hacen con la expresidenta. Probablemente algunos, como Aníbal o Domínguez, tengan alguna particularidad que les agregue cierta autonomía sobre el resto de sus colegas, pero ninguno puede homologarse a una designación como la que podría haber tenido lugar con, por ejemplo, Florencio Randazzo o Fernando Grey, el díscolo intendente de Esteban Echeverría.

Manzur merece alguna consideración especial, dado su pasado reciente y la gravitación de las funciones que asumirá hoy. El gobernador tucumano terminó en malos términos con Cristina tras su paso por el Ministerio de Salud de la Nación entre 2009 y 2015 (esto quedó muy claro en la carta de la discordia) pero, no obstante, fue ella la que lo postuló en reemplazo de Cafiero. Las razones no son otras que la necesidad de autopreservación ante la orfandad de Alberto en una responsabilidad clave. Del universo de posibles candidatos, Manzur reúne las cualidades que, mínimamente, se espera de quien debe coordinar al resto de los ministros y servir de primera línea de defensa presidencial. Así, pueden destacarse en él los atributos de autoridad, capacidad de negociación, experiencia política y adecuado conocimiento de los diferentes engranajes que mueven al oficialismo nacional. Sergio Massa, el oportunista presidente de la Cámara de Diputados, es otro de los que valoran la llegada del tucumano en estos momentos aciagos.

Claro que el flamante jefe de gabinete no las tiene todas consigo. Su pelea con el vicegobernador de Tucumán -todo un karma para los K- amenaza con dejar un quintacolumnista a cargo de la provincia que le ha deparado la legitimidad de la que actualmente goza. Anoche eran públicas las presiones kirchneristas para que Osvaldo Jaldo renunciase a su cargo y aceptara alguna responsabilidad tentadora dentro de las miles que maneja la Nación. No era claro que el hombre fuera a desistir de la posibilidad constitucional de reemplazarlo frente a estos cantos de sirena; la trama se develará durante el día de la fecha.

Este achaque, sin embargo, no obsta a que sea Manzur el hombre de las circunstancias o, para ser precisos, quién mejor pueda pilotear los sesenta días que median hasta el 14 de noviembre. Nominalmente es uno de los albertistas de la primera hora y, de manera aspiracional, el que mejor representa la idea primigenia de un gobierno nacional apoyado en los gobernadores del palo como complemento (o contrapeso, según se prefiera) de CFK, el peronismo K o La Cámpora, un propósito nunca logrado.

Es este imaginario de refundación el que se buscó aparentar durante el fin de semana con la menguada reunión de mandatarios provinciales en la ciudad de La Rioja, bajo los auspicios de Ricardo Quintela, el gobernador anfitrión. Allí estuvieron representadas las provincias peronistas que dependen, no necesariamente desde que Fernández llegó a la Casa Rosada, de la billetera federal. Previsiblemente Juan Schiaretti no estuvo invitado, pero tampoco se llegó el santafesino Omar Perotti, sumado silenciosamente como participante virtual. Axel Kicillof, simbólicamente, participó del encuentro por video conferencia pero, ayer domingo, no vaciló en viajar en avión de línea hasta El Calafate para encontrarse con Cristina en persona. Es evidente quién tiene el poder para el mandamás bonaerense, más allá de las promesas que encierra la designación de Manzur.

Empero, debe concederse que, dada la situación, el nuevo gabinete tiene más músculo que el anterior. De aquí en más, el presidente dispondrá de escuderos de mayor experiencia que los que contaba. Pero, inversamente, tampoco debe descartarse que se trate de auténticos cancerberos, más funcionales a la vicepresidenta que a quien, formalmente, les proporciona el empleo.

Es posible que, en adelante, Alberto se transforme en una especie de prisionero de sus propios ministros, especialmente de la nueva camada. Ha quedado claro que el poder de fuego de Cristina es muy importante y que el Frente de Todos carga el resultado de las PASO en la cuenta de Fernández. Es difícil creer que, dados los recientes antecedentes, la relación de subordinación de, por ejemplo, Wado de Pedro hacia el presidente sea mucho más que una ficción; será la misión de Manzur, precisamente, mantener esta fábula dentro de lo humanamente creíble.

Existe una posibilidad de que el presidente pueda fugar para adelante y saltar estos muros, esto es, que la crisis económica (el demiurgo de la derrota electoral) finalmente remita. Sería un logro que podría atribuirse a él mismo y a sus leales supervivientes, Kulfas y Guzmán. Pero tal evento no se encuentra dentro de lo razonable. Ya lo hemos dicho: ni el gobierno ni el oficialismo, considerado en su conjunto, cuentan con las herramientas conceptuales para hacer frente a la decadencia que se ensaña sobre el país. Pierden porque se equivocan con la economía, y se equivocan porque tienen ideas completamente erradas sobre como proceder. En el mejor de los casos, a Alberto sólo le será dado administrar la crisis hasta el 2023, sin que pueda hacer gran cosa para conjurarla.

¿Qué pasará en adelante con Cristina y sus filípicas? Nadie lo sabe exactamente. En rigor, el oficialismo perdió elecciones que, consideradas en sus efectos, valen poca cosa. Votó apenas el 65% del padrón y existen antecedentes (como el de San Luis en 2017) de que se pueden dar vuelta a condición de trabajar duro. Hay muchos votantes kirchneristas que, tal vez desencantados con la marcha general de la gestión, se quedaron en sus casas, pero que en noviembre podrían volver a las urnas. Si se tiene todo esto en cuenta, se trata de una crisis de palacio, sobredramatizada por Cristina vaya a saberse porqué razón. Si ella acepta, aunque sea en silencio, de que generó una tormenta innecesaria y que los resultados de esta conmoción fueron demasiado gravosos para todo el Frente de Todos, tal vez se abra una ventana de paz para el atribulado presidente. De lo contrario, será este la primera de las mudanzas políticas a las que Alberto deberá hacer frente, cada vez más aislado, más débil y con preocupantes desafíos de gobernabilidad que pueden caer sobre la totalidad de sus compatriotas.

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