Inseguridad, la piedra en el zapato que la oposición estaba buscando

(Por Pablo Esteban Dávila) La diferencia política entre Rosario y Córdoba es que la inseguridad en la primera es considerada un problema nacional y, como tal, de responsabilidades difusas, mientras que en la segunda el flagelo le atañe solo a Schiaretti. La suya es una situación peligros, que entraña múltiples riesgos y pocas satisfacciones, al menos en el corto plazo.

 

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La inseguridad que vive por estos tiempos el gran Córdoba amenaza a convertirse en un problema político. Es palpable, tanto en conversaciones privadas como en universo mediático, el malestar ciudadano respecto a este flagelo. Y, a diferencia de otras amenazas, el gobierno provincial no parece estar logrando mayores éxitos en la materia. Todo lo contrario.

No interesa si se trata de estadísticas duras o de una sensación popular. En política, ser es percibir. Si la gente cree que hay inseguridad no habrá números que la convenzan de lo contrario. Basta recordar lo sucedido en redes durante la noche del lunes pasado para entender la dimensión psicológica de lo que está ocurriendo.

No había transcurrido mucho más de las 22 horas cuando miles de celulares alertaron que se estaban perpetrando múltiples robos pirañas en el barrio de Nueva Córdoba. La mayoría de quienes vieron los videos que acompañaban la noticia se convencieron, en efecto, de que existía una suerte de noche de furia, en donde los delincuentes habían tomado las calles y robaban a sus anchas. De la efervescencia de las redes se pasó a los medios tradicionales y estos, fieles a la ética del periodismo, comenzaron a preguntar que estaba, en realidad, sucediendo.

Fue la policía de la provincia, por boca de su jefa, la Comisario Liliana Zárate Belletti la encargada de desmentir la especie. No había existido ningún descontrol (al menos, ninguno diferente a los ya conocidos) y los videos que circularon eran filmaciones viejas, anteriores a los supuestos acontecimientos. Zárate Belletti puso particular empeño en mostrar estadísticas que avalan el accionar de la fuerza, tanto en Nueva Córdoba como en zonas aledañas a la Capital, enfatizando que no existe indolencia policial frente a la supuesta ola delictiva.

Sus explicaciones, no obstante, no calmaron el estado de ansiedad popular. Para cualquier habitante de la ciudad la inseguridad es cada vez mayor y parece irrefrenable. La policía puede mostrar los logros que quiera, pero esto no atempera la sensación de desprotección que se extiende, a modo de una mancha de aceite, por doquier.

Para situar la dimensión del problema, no se trata de uno similar al que padecer Rosario con sus 1,2 millones de habitantes. En este punto las estadísticas, efectivamente, son incontrovertibles: en los siete primeros meses del año aquella ciudad acumuló al menos 164 homicidios, mientras que en el gran Cordoba, donde viven alrededor de 1.400.000 personas, se registraron 15 asesinatos. El avance del narco en una y otra urbe es lo que sustenta esta trágica diferencia.

Esto, por supuesto, no significa que los cordobeses deban agradecer su suerte. El crimen desorganizado (que es el que parece campear aquí) puede ser tanto o más mortificante que el crimen organizado que se ensaña con Rosario. Si una banda de ladrones pirañas insiste en saquear celulares, mochilas y zapatillas de estudiantes secundarios, como abundan los casos en diferentes partes de Córdoba, sus víctimas supondrán que están a merced de cualquiera que tenga alguna mínima decisión de asaltarlos, sin importar la venta de drogas o la lucha por un territorio criminal entre bandas armadas. Mirar permanentemente por sobre los hombros a la espera que aparezca algún delincuente de baja calaña también genera desasosiego en la población, no solo las muertes violentas.

Además, la diferencia política de la inseguridad entre Rosario y Córdoba es que la primera es considerada un problema nacional y, como tal, de responsabilidades difusas. Es habitual escuchar al intendente Pablo Javkin sobre que la policía no depende de él y que tiene las manos atadas, en tanto que Omar Perotti, el gobernador santafesino, reclama constantemente el concurso de fuerzas nacionales ante un fenómeno que él considera que tiene impacto sobre el resto del país. Coherentemente, el ministerio de seguridad de la Nación ha tendido a convalidar esta tesis en los últimos diez años, enviando gendarmes cada vez con mayor frecuencia para patrullar las calles de la atribulada Chicago argentina y haciéndose corresponsable de lo que allí acontece.

Esta es una ventaja de la que no goza Schiaretti. La inseguridad en Córdoba es solo de él. Tampoco, en rigor, podría solicitar al ministro Aníbal Fernández el envío de Gendarmería sin confesar (como no necesita hacerlo Perotti) un severo déficit de gestión. La suya es una situación especial, que entraña múltiples peligros sin prácticamente ninguna posibilidad de éxito en el corto plazo.

Tal particularismo es perfectamente comprendido por la oposición y una auténtica oportunidad de pegar en donde duele. Para radicales y juecistas, los gobiernos de Schiaretti han sido una auténtica pesadilla. Con elevados índices de aprobación y una ejecución de obra pública como nunca se había visto, el gobernador siempre pareció inmune a las críticas. Además, su política de repartir recursos entre los intendentes del interior sin importar demasiado el partido de pertenencia hubo de blindarlo, de alguna manera, de cuestionamientos importantes más allá de la avenida de circunvalación.

Habida cuenta de este condicionante, muchos se preguntan si el tema de la inseguridad será la piedra en el zapato de un oficialismo que, hasta el presente, viene mostrándose infalible en términos electorales. Algunos dirán que con este tema no se juega porque, por detrás, hay personas sufriendo, pero en política tal prevención es una anécdota. Además, y después de todo, hay pocos temas tan provinciales en el ordenamiento público argentino como este.

De momento, la capacidad de reacción del Panal ha sido escasa. Es como si el gobernador y sus espadas confiaran en que la policía será capaz, más temprano que tarde, en poner las cosas en su lugar por sí misma, como si fuera una cuestión de organización y método. Por añadidura, y a diferencia de los que ocurre en la provincia de Buenos Aires, aquí no existe un Sergio Berni que funja como un relator privilegiado del problema. Más allá que la posición del ministro bonaerense sea decididamente cínica (comenta asuntos que, en realidad, solo a él compete resolver), lo cierto es que contribuye a difuminar el rol de Axel Kicillof, el responsable final de la materia.

Schiaretti no tiene un Berni ni deseos de tenerlo. Diríase que su enfoque el problema es similar al de la obra pública: con recursos y gestión deberían solucionarse los problemas. Solo es cuestión de encontrar a los gerentes adecuados. Sin embargo, este enfoque, de realmente existir de la forma en que se imagina, adolece de un problema: la percepción. Cuando alguien se siente inseguro está inseguro. Forma parte del espacio de las creencias, del arraigo conceptual, frente a lo cual no hay un remedio racionalista que corrija las expectativas extraviadas.

Cuando uno hace un puente y lo habilita al tránsito, el puente está y los automóviles lo atraviesan. Cuando se combate al delito, por el contrario, las victorias del Estado tardan mucho en ser advertidas y, en el medio, siempre hay elecciones. A diferencia del cemento, la sociedad necesita certezas de que la lucha contra la inseguridad efectivamente se está llevando adelante. Y esto requiere, probablemente, algo más que una jefa de policía inteligente y bienintencionada, que es la única receta que el Panal parece estar prescribiendo para remediar un padecimiento que amenaza con salirse de cause.

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