La principal víctima de lo sucedido es el propio presidente. Como vicario del poder de Cristina Fernández, hizo suya una batalla de la que, en rigor, no es arte ni parte. Abrazó con la fe del converso la causa de la impunidad de la expresidenta, como si de eso dependiera el destino de su administración. Ahora debe pagar los platos rotos.
No obstante que las derivaciones institucionales son diferentes, el episodio tiene un parentesco con la fallida estatización de Vicentin. Aquella fue otra de las ocurrencias del cristinismo más radicalizado que, según se supo después, ni siquiera se encontraba en el radar del primer mandatario. Las protestas sociales, en contra del avance del gobierno sobre la propiedad privada antes que en defensa de la cerealera, hizo que Fernández tuviera que recular. “Pensé que me aplaudirían”, fue su ingenua justificación por el gafe cometido.
El problema con el traslado de los jueces es que, al igual que aquella pretensión expropiadora, la vicepresidenta lo obliga a combatir en terrenos desconocidos. Es como si a un soldado de infantería le ordenasen que pilotear un avión de combate. Lo sensato sería negarse, incluso enfáticamente, pero a Alberto no le está permitida la prudencia. Se le exigen misiones suicidas, de las que difícilmente pueda dar marcha atrás.
Esto no es escribir con el diario del lunes. Era obvio que la decisión del Senado sería recurrida y que, tarde o temprano, llegaría a la Corte. Y también era razonable suponer -un extremo que ni el presidente ni sus asesores podrían ignorar- de que el alto tribunal ratificaría lo que ya había dicho sobre el tema mediante su acordada 7/2018. Tampoco podía desconocerse que sucesivos gobiernos, desde Carlos Menem hasta Mauricio Macri, habían trasladado hasta 65 magistrados sin mayores conflictos. Eran todos antecedentes abrumadores, que no auguraban un final feliz para el capricho de Cristina.
No obstante estos condicionantes, Fernández no hizo nada para convencer a su mentora de que el asunto no tenía futuro. Los supremos puede que hayan acelerado los tiempos, pero el pronóstico siempre fue sombrío. Como estratega, el presidente no parece valer gran cosa, especialmente cuando acomete contra molinos de viento sin ninguna relevancia para los intereses de su gestión, lo suficientemente maltrecha como para hacerse cargo de venganzas ajenas.
El presidente necesita reencontrarse con su propia agenda, este es el mensaje que subyace a lo sucedido. Y, para lograrlo, debe desembarazarse de los temas que condicionan mortalmente el razonamiento de Cristina, empecinada en lograr una reivindicación que difícilmente le llegará en vida. En otras palabras, Fernández necesita ponerse a gobernar sin tutelas. Si así lo decidiese, hasta podría agradecer el decisorio que su vice maldice.
El gran interrogante es si efectivamente lo hará o si, por el contrario, profundizará su sumisión hacia la titular del Senado. Ambas alternativas son riesgosas. La primera le exigiría distanciarse de los elementos más contestatarios del Frente de Todos y tender puentes hacia el justicialismo, auténtico convidado de piedra en su gobierno. La segunda lo llevaría hacia una identificación total con la base política de Cristina, excluyendo los matices de moderación que lo hicieron presidente de la Nación.
Este es, claramente, un riesgo. Y no uno de tipo simbólico, pintoresquista, sino sistémico. Si Fernández ya no aporta el plus por el que fue ungido, nada justifica que continúe en su cargo. Bastaría un soplo de Cristina para que optara por correrse de la escena. Si el oficialismo habrá de radicalizarse, no se advierte la necesidad de segundas marcas dentro de la Casa Rosada.
¿Es una exageración? Por lo que se ha visto hasta el presente, ese es el rumbo que han tomado las cosas. El presidente no cuenta con ningún logro en sus alforjas como para resistir las prioridades que, sin ningún escrúpulo, se le imponen desde el Instituto Patria. La economía es una calamidad y el entorno político contribuye cotidianamente para reforzar la sensación de desastre. El panorama es lo suficientemente crítico como para revisar todas las opciones a mano.
Para agravar el escenario que enfrenta Fernández, no hay motivos creíbles para achacarle a la Corte conductas opositoras. El tribunal ha dado muestras de que no mantiene mayores simpatías hacia Juntos por el Cambio y que, cuando tuvo la ocasión, le propinó duros mandobles financieros. Debe recordarse, en efecto, que un mes antes de la asunción de Mauricio Macri dispuso que la Nación devolviera a San Luis y a Córdoba la parte del impuesto a las ganancias que se les retenía ilegalmente desde la estatización de las AFJP, o que ordenó compensar a las provincias por la exención del IVA a los alimentos cuando el expresidente hacía malabarismos para salvar su gestión luego de la debacle de las PASO. Tampoco puede decirse que su integración tenga alguna rémora antiperonista. Juan Carlos Maqueda fue propuesto por Eduardo Duhalde después de haberse desempeñado como senador por Córdoba, Ricardo Lorenzetti y Elena Highton de Nolasco fueron designados a instancia de Néstor Kirchner, Horacio Rosatti fue ministro de Justicia y Derechos Humanos del santacruceño y apenas Carlos Rosenkratz tiene alguna simpatía por el radicalismo. Se pueden criticar sus fallos, pero difícilmente sus integrantes podrían reputarse como naturalmente contrarios al gobierno.
Para los institucionalistas, la Corte salvó a la República pero, para los analistas, tal vez haya emancipado a Fernández del virtual secuestro de su vice. Ahora todo depende de él y de cuánto desee recuperar su mandato. La política, después de todo, no forma parte del reino del determinismo sociológico sino de la determinación personal, ese atributo del que tanto adolece el presidente.
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