Durante buena parte del primer semestre del año pasado, Alberto Fernández vivió el clímax de su gestión. Tras haber llegado al poder tutelado por Cristina Fernández y con la explícita promesa de moderación, la pandemia del coronavirus le proporcionó un escenario impensado para conseguir prestigio y consensos. La adopción de una cuarentena dura el 20 de marzo de 2020 en coordinación con los gobernadores y el jefe de gobierno porteño fue estimada como un acierto por buena parte de la población y casi todo el arco opositor.
A poco de adoptado el Asilamiento Social, Preventivo y Obligatorio (ASPO) las encuestas señalaron que la consideración pública del presidente trepaba al 80%, una cifra inédita para un primer mandatario. No era de extrañar, por consiguiente, que Fernández se convenciese de que se encontraba en el camino correcto para emanciparse de su vicepresidenta y asumir un liderazgo peronista de nuevo cuño, superador al establecido por Néstor Kirchner en 2003.
Pero, y como es sabido, las continuas extensiones del confinamiento y la debacle económica fueron minando aquel inesperado capital político. Sobre finales del año pasado, poco y nada quedaba de aquel presidente autosuficiente que, al amparo de filminas y sentencias grandilocuentes, comparaba favorablemente la situación nacional con la de Suecia, Chile o Brasil, entre otros ejemplos desafortunados. No es necesario batir el parche sobre que, en la actualidad, su imagen es de las peores que se hayan medido en democracia.
Todo esto es historia, por supuesto, pero que, sin embargo, no deja de generar nuevas controversias a la luz de recientes evidencias. Por caso, la semana pasada se conoció que, mientras Fernández reclamaba a los argentinos que se quedaran en casa y amenazaba con caer con todo el peso de la ley sobre quienes violaran el ASPO, la exmodelo Sofia Pacchi concurría asiduamente a la quinta de Olivos en medio de las restricciones de circulación. Conforme la Casa Militar -responsable de la seguridad del presidente de la Nación- Pacchi ingresó al menos 60 veces por aquel entonces, una frecuencia similar a las de Santiago Cafiero y Martín Guzmán. La explicación oficial es que lo hizo en calidad de colaboradora de la primera dama Fabiola Yañez, aunque no se precisó el motivo por el cual al menos en dos ocasiones lo hizo en horario nocturno ni la naturaleza de su trabajo en el Estado.
No es precisamente una novedad que un gobernante invoque el célebre haz lo que yo digo mas no lo que yo hago, pero las circunstancias que rodearon al develado comportamiento presidencial son decididamente excepcionales. En retrospectiva y más allá de su inicial aprobación pública, la cuarentena fue una medida extrema que requería de quienes ejercían responsabilidades de gobierno una ejemplaridad mayor que la solicitada al común de la población. Aunque no siempre los funcionarios estuvieron a la altura de estas expectativas, lo sucedido con el affaire de Olivos mueven excede cualquier parámetro.
Es preciso enfatizar de que no se trata de una simple infracción ética; si así lo fuera, quizá esta columna no hubiera sido escrita. Se trata, en realidad, de una grave falta a una política de Estado establecida, precisamente, por el principal transgresor, que desnuda su descomunal hipocresía en el manejo de la pandemia, incluso en los momentos más aciagos del aislamiento. Es difícil que, con estas revelaciones, Fernández pueda reclamar alguna autoridad moral en casi ninguna cuestión en el futuro.
El hecho de haber introducido personas no esenciales a quinta de Olivos al solo efecto de (se supone) contribuir al esparcimiento de la pareja presidencial era el eslabón que faltaba a la larga cadena de estrafalarios desaciertos atribuibles casi con exclusividad a Fernández y su gabinete. Uno de ellos fue la despedida a Evo Morales en la ciudad de La Quiaca, tras haberle concedido asilo político en Argentina luego de su renuncia a la presidencia de Bolivia en medio de una elección escandalosa y fraudulenta. El 9 de noviembre pasado el argentino le obsequió una cena multitudinaria en la ciudad jujeña sin distanciamiento ni barbijos ante la mirada atónita del país, todavía conminado a obedecer diferentes tipos de restricciones a lo largo de toda su geografía.
El otro, y quizá el más patético, fue el velorio de Diego Armando Maradona organizado personalmente por Fernández en la Casa Rosada. Este evento marcó, en los hechos, el final de la cuarentena. Es imposible no recordar las multitudes empeñosas por ingresar a la sede del gobierno, los malentendidos por el inesperado cierre de puertas y la impotencia del presidente por contener, megáfono en mano, a quienes amenazaban con destruir todo para brindarle el último adiós al ídolo. Aquellas imágenes mostraron que la fachada que el oficialismo todavía intentaba mantener respecto a la lucha contra el coronavirus escondía solo parches e improvisaciones.
Todos estos desaciertos fueron anteriores a las continuas gafes sobre las vacunas, la ideologización en los programas oficiales de adquisición de dosis (que dejó de lado a los laboratorios estadounidenses) y la actual incertidumbre provocada por la escasez del segundo componente de la Sputnik V. En retrospectiva, es difícil encontrar algún acierto en los sucesivos desaguisados cometidos por el gobierno. Si algo faltaba para, al menos, continuar concediéndole el beneficio de la incertidumbre ante un virus del que poco se sabía, lo sucedido en Olivos con Pacchi termina de derrumbar toda consideración que pudiera habérsele dispensado por este hecho.
Semejante torpeza no ha sido, sorprendentemente, capitalizada por la oposición, al menos hasta ahora. Más allá de tuits mordaces y sentencias cáusticas de algunos de sus dirigentes, el asunto no ha merecido una reacción condigna en el Congreso Nacional. Sería esperable que, ante la gravedad de estos hechos, hubiera algún pedido de juicio político en contra del presidente aunque, previsiblemente, aquel no terminase de prosperar. No solo ha quedado en evidencia la inutilidad de la cuarentena impulsada tan vehementemente por Fernández durante tanto tiempo sino su personal inobservancia de las medidas dictadas por él mismo. Es un extraño comportamiento de alguien que, en algún momento, cifró todas sus esperanzas políticas en el encierro compulsivo de sus compatriotas.
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