Las vacunas estadounidenses de Pfizer, Moderna y Johnson & Johnson son las auténticas fórmulas nacionales y populares, al menos si se consideran las preferencias de la población. Puestos a elegir, la mayor parte de los argentinos (y, probablemente, de la humanidad) se habrían decantado por aquellas antes que por la rusa Sputnik V, las chinas de Sinopharm o CanSino o, incluso, la de Oxford – AstraZeneca, que son las que se administran en forma masiva en el país.
Sin embargo, las vacunas de Estados Unidos todavía no llegan. La historia de esta ausencia es bien conocida y ha merecido ríos de tinta. La Ley 27573, destinada a garantizar la inmunidad legal de los laboratorios ante potenciales reclamos por efectos adversos, no fue del agrado de Pfizer. Por esta razón se abstuvo de vender su producto al gobierno argentino bloqueando, a modo de daño colateral, las potenciales donaciones de su fórmula por parte de Washington.
Es increíble repasar la sucesión de dislates en torno a este asunto. Las prevenciones de Pfizer estriban en la palabra negligencia introducida al final del artículo 4° de la ley. En el proyecto original elevado por la Casa Rosada al Congreso este término no figuraba. En el debate en la Cámara Baja, la diputada Cecilia Moreau del Frente de Todos propuso introducirlo en el texto, un agregado que contó con la aquiescencia del bloque oficialista y sin que la oposición reparase en sus potenciales controversias. La ley fue promulgada por el Poder Ejecutivo y así entró en vigor en noviembre del año pasado.
El presidente, al parecer, no sabía de esta inclusión y, cuando se enteró, tampoco hizo nada para revertirla, pudiendo haberlo hecho a través de la herramienta del veto parcial. Pfizer, que había llevado adelante en el país una masiva prueba de ensayos de Fase III en el Hospital Militar de Buenos Aires y comprometido 14 millones de dosis para entregar a partir de diciembre de 2019, se retiró de la mesa de proveedores. Sin las dosis de AstraZeneca también acordadas para aquella fecha -este laboratorio tuvo problemas con la eficacia de su fórmula original- Alberto Fernández tuvo que recurrir de apuro a la “generosidad” de Vladimir Putin para no quedar offside en el espinoso tema de la vacunación. Debe recordarse que, para aquel momento, la Sputnik V no había recibido el espaldarazo de ninguna publicación especializada.
Ocho meses después del affaire negligencia, al gobierno no le quedó otra que promulgar un Decreto de Necesidad y Urgencia reinterpretando la ley de la discordia bajo el pretexto de la necesidad de adquirir dosis pediátricas contra el coronavirus. La fórmula de Pfizer, en efecto, es la única aprobada hasta el presente para ser administrada a menores de 18 años, pero esto es solo una excusa. En realidad, Fernández necesita las alternativas estadounidenses ante la perspectiva de una tercera ola que lo encuentre, nuevamente, improvisando sobre la marcha.
Liberado de la atadura que aceptó con tanta mansedumbre, el presidente ha salido a la búsqueda de las dosis malditas con la fe del converso. Ayer se conoció un acuerdo con la farmacéutica Moderna para la provisión de 20 millones de dosis. Es muy posible que, en breve, haya acuerdos similares con Pfizer y Johnson & Johnson aunque, en este último caso e inexplicablemente, el Ministerio de Salud todavía no ha concedido la aprobación de emergencia a su vacuna Janssen.
La gran pregunta es porqué se perdió tanto tiempo en un asunto cuya solución dependía de un simple DNU, apenas uno de los cientos que ha firmado Fernández desde el inicio de la pandemia. ¿Qué es lo que impidió que el presidente corrigiera la irresponsable iniciativa de la diputada Moreau? La explicación más sencilla es la ideología.
Es un hecho que el Frente de Todos tiene una posición antiliberal en general y antiestadounidense en particular. Sus preferencias por el autoritarismo ruso y por las dictaduras de Ortega, Maduro y Xi Jinping son explícitas. No sorprende, por lo tanto, las reticencias de sus integrantes por aceptar cualquier tipo de tecnología que provenga de aquellas naciones en donde priman las libertades individuales, el Estado de Derecho y la iniciativa privada.
Máximo Kirchner, tal vez el representante menos formado y de mayor ascendencia dentro del oficialismo, lo expresó sin medias tintas al final de la visita de Santiago Cafiero a la Cámara de Diputados. "Yo no quiero un país que sea juguete de las circunstancias o que tenga que ceder a los caprichos de laboratorios extranjeros que con muchísima mezquindad buscan siempre doblarle el brazo al Gobierno y también a este Congreso, que votó una ley de vacunas como la que votó. Y no hubo un laboratorio ni europeo ni asiático que pusiera ningún 'pero' a la hora de poder negociar con la Argentina”. Es decir que, para el hijo de Cristina, aceptar las condiciones de Pfizer eran, simplemente, rendir al país al imperialismo.
¿Puede entenderse un pensamiento tan retrógrado en alguien de apenas 43 años? El combate al coronavirus no es un asunto solamente argentino ni, mucho menos, de egos soberanos. Es un problema mundial que ha requerido -aunque no siempre se haya acertado a formularlos- abordajes internacionales. El diseño, ensayo y producción de vacunas es parte de una estrategia que no ha reconocido fronteras pese a que, en rigor, hayan sido los grandes laboratorios occidentales los responsables de del desarrollo de las fórmulas más prometedoras. Máximo Kirchner debería ser más agradecido, cuando no más realista, con el ecosistema empresario y político que ha permitido que, apenas un año después de la irrupción del Covid-19 en el escenario global, el ser humano moderno pueda contar con una ventaja de la que no gozaron sus antecesores. Requerir indemnidad no es un capricho mezquino de los laboratorios privados; es, por el contrario, el límite entre la investigación y desarrollo que se les exigen en estas circunstancias y el potencial quebranto.
Pero no pueden pedírsele peras a un olmo. Ni el pragmatismo que requiere la hora ni el razonamiento histórico parecen hacer mella en el sistema ideológico de quien se dice el sucesor político de sus padres. Máximo es, al fin y al cabo, un joven – viejo, cultor de ideas apolilladas y preconceptos que, en el resto del planeta, se encuentran en los museos de las ideologías. Sin embargo, el asunto no es una simple anécdota sobre la incompetencia de quienes fatigan el oficialismo y reservado a los antropólogos antes que al periodismo. El lado B de esta tosquedad intelectual son las muertes que, habiéndose podido evitar, el oficialismo ha facilitado con mayestática impunidad.
Debe asumirse que las ideologías enferman, especialmente las equivocadas, y que esto es particularmente evidente en la pandemia en curso. ¿Cuántas muertes se hubieran evitado si las dosis de Pfizer hubieran comenzado a llegar a finales del año pasado? ¿Cuántos se enfermaron culpa de la defensa soberana de la dupla Moreau – Máximo y la inclusión “antiimperialista” de la palabra negligencia? ¿Cuántas lágrimas derramaron familiares desconsolados porque Fernández -más temeroso de Cristina y de Máximo que del coronavirus- no se decidió a corregir la ley de inmediato?
Vale recordar que la ideología motivó la hambruna china originada en la reforma agraria de Mao Zedong, las masacres del Pol Pot o la barbarie nazi, entre otros ejemplos que la historia registra con espanto. La Argentina, en este sentido, tiene sus propios y lamentables equívocos, y el papelón con Pfizer es uno de ellos. Afortunadamente y en este caso, sus autores intelectuales han confesado su responsabilidad, aunque la vivan con la épica de quienes libran una guerra imaginaria contra el capitalismo y no contra un virus que ha puesto en jaque al mundo y al país.
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