La política en cuarentena por el coronavirus

(Por Pablo Esteban Dávila - Diario Alfil) El coronavirus ha puesto en cuarentena la política argentina incluso antes de que el presidente anunciara anoche nuevas medidas destinadas a contener la pandemia. Desde hace una semana, ni gobernadores ni intendentes, ni oficialistas ni opositores, se muestran desmarcados del virus que preocupa al mundo.

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En algún sentido es previsible. La prevención y la lucha contra esta enfermedad es, por definición, un asunto global que, por imperio de la organización política contemporánea, se expresa territorialmente en los estados nacionales. No debe sorprender, por lo tanto, que todas las miradas se encuentren vueltas al presidente y sus colaboradores, sin distingos.

El federalismo es, en el aspecto sanitario, un componente que se encuentra fuera de la ecuación del momento. Nadie está dispuesto a contradecir lo que se defina desde la Casa Rosada y, en todo caso, hasta se apostará por la sobreactuar territorialmente lo que desde allí se disponga. Provincias y municipios saben que la opinión pública se encuentra particularmente sensibilizada por el asunto, por lo que sus autoridades procurarán despolitizar cualquier tipo de desavenencia con sus homólogos nacionales.

Tampoco la oposición parece dispuesta a marcar diferencias respecto a las iniciativas oficiales. No se ha escuchado, de momento, crítica alguna hacia Alberto o hacia el eslabón más débil que ofrece el gobierno, el ministro de salud Ginés González García, de mediocre performance en el arte de predecir el arribo del virus al país. Parece haber llegado, no obstante que por un camino cuanto menos inverosímil, el anhelado tiempo de la unidad nacional.
 


Dentro del propio oficialismo también se avizora una pax viral. Las ostensibles diferencias frente a temas muy delicados que habían marcado las relaciones entre el presidente y los integrantes más radicalizados del Frente de Todos parecen haber entrado en un impasse. Es sabido que al kirchnerismo duro los temas de gestión le desagradan profundamente, dada su inmanente propensión al relato y la metafísica progre. Esto permite que el gobierno pueda abordar la pandemia sin el control del comisariato cristinista y dedicar el ciento por ciento de su tiempo a las prosaicas cuestiones de los isopados, las medidas de higiene personal o al control de cumplimiento de las diferentes cuarentenas por lo que atraviesan escolares, viajeros o grupos de riesgo.

Es interesante concluir que, hasta que el panorama se aclare -sea hacia el apocalipsis o hacia la extinción de la amenaza- la política agonal ingresará en un momento de hibernación. Aunque nadie sepa a ciencia cierta si los temores globales que ha suscitado la pandemia se encuentran plenamente justificados (su tasa de mortalidad, por ahora, es muy baja y la cantidad de infectados a nivel mundial se encuentra lejos de competir con la virulencia de las pestes del pasado), todos prefieren guardar un cauto silencio. Juntos por el Cambio, la excluyente entente opositora, descarta convertirse en una piedra en el zapato para Alberto por la sencilla razón de que no puede quedar mal parada en el caso de un eventual éxito de las políticas sanitarias que se están implementando. Siempre habrá tiempo, si esto no ocurre, de atacar al adversario herido en el suelo. Por ahora es mejor mantener un cauto silencio y reclamar que esta prudencia es tributada como ofrenda al altar del interés general.

Si, por las razones que se imaginan, la obligada parálisis de la agenda política es bienvenida para la Casa Rosada, en el Centro Cívico cordobés no lo es menos, aunque por distintas razones. El presidente piensa aprovechar el Covid-19 para forzar una amnesia colectiva sobre la crisis económica que azota al país, mientras que el gobernador se propone utilizarla para posponer por un tiempo dos temas que lo desvelan. El primero, el conflicto instalado con el campo por la nueva suba en las retenciones agropecuarias; el segundo, la más que probable ralentización de la obra pública al compás de la recesión que no cede. El campo, recuérdese, es uno de sus principales valedores electorales y no puede defraudarlo aunque se encuentre en un momento de distensión con el peronismo nacional, en tanto que la obra pública es el gran motor de la legitimidad racional – instrumental de la que goza su administración y que corre peligro por las razones aludidas.

Estas situaciones no son por entero homologables al intendente de la ciudad de Córdoba. Tras un sugerente período de silencio al frente del Palacio 6 de Julio, Martín Llaryora había demostrado, en los últimos días, un súbito nervio por llevar adelante su gestión. No obstante, la actual coyuntura lo obligará a regresar al mutismo inicial o, cuanto menos, a sofrenar sus deseos de recuperar el tiempo perdido desde lo comunicacional. ¿Cómo competir con noticias que llegan desde los cuatro puntos cardinales y que se encuentran impregnadas de todos los condimentos necesarios para monopolizar toda la atención? Es una empresa que supera cualquier volición que pudiera tener el intendente.

Son limitantes duras, de hierro, que imponen una recoleta especulación. Pero esto no significa que ni Schiaretti ni Llaryora se auto impondrán una cuarentena domiciliaria y se dedicarán a comentar las medidas que tome Alberto por WhatsApp. Ambos tienen a su cargo importantes efectores de salud que serán exigidos al máximo si la crisis recrudece. Y, debe decirse, los aterra por igual cualquier sensación (real o ficticia) de colapso en sus respectivos sistemas sanitarios. A diferencia de la Nación, que sólo tiene hospitales en la ciudad de Buenos Aires, en el resto del país la salud pública se encuentra en manos de los estados subnacionales. Este es el verdadero peligro que entraña la ponzoña originada en Wuhan y que podría verificarse con efecto diferido en el distrito mediterráneo, en abril o mayo próximos. Gobernador e intendente cruzan los dedos, previo a desinfectarlos con alcohol en gel, para que el presidente, al menos en esto, acierte con sus designios.La política en cuarentena por el coronavirus

El coronavirus ha puesto en cuarentena la política argentina incluso antes de que el presidente anunciara anoche nuevas medidas destinadas a contener la pandemia. Desde hace una semana, ni gobernadores ni intendentes, ni oficialistas ni opositores, se muestran desmarcados del virus que preocupa al mundo.

En algún sentido es previsible. La prevención y la lucha contra esta enfermedad es, por definición, un asunto global que, por imperio de la organización política contemporánea, se expresa territorialmente en los estados nacionales. No debe sorprender, por lo tanto, que todas las miradas se encuentren vueltas al presidente y sus colaboradores, sin distingos.

El federalismo es, en el aspecto sanitario, un componente que se encuentra fuera de la ecuación del momento. Nadie está dispuesto a contradecir lo que se defina desde la Casa Rosada y, en todo caso, hasta se apostará por la sobreactuar territorialmente lo que desde allí se disponga. Provincias y municipios saben que la opinión pública se encuentra particularmente sensibilizada por el asunto, por lo que sus autoridades procurarán despolitizar cualquier tipo de desavenencia con sus homólogos nacionales.

Tampoco la oposición parece dispuesta a marcar diferencias respecto a las iniciativas oficiales. No se ha escuchado, de momento, crítica alguna hacia Alberto o hacia el eslabón más débil que ofrece el gobierno, el ministro de salud Ginés González García, de mediocre performance en el arte de predecir el arribo del virus al país. Parece haber llegado, no obstante que por un camino cuanto menos inverosímil, el anhelado tiempo de la unidad nacional.

Dentro del propio oficialismo también se avizora una pax viral. Las ostensibles diferencias frente a temas muy delicados que habían marcado las relaciones entre el presidente y los integrantes más radicalizados del Frente de Todos parecen haber entrado en un impasse. Es sabido que al kirchnerismo duro los temas de gestión le desagradan profundamente, dada su inmanente propensión al relato y la metafísica progre. Esto permite que el gobierno pueda abordar la pandemia sin el control del comisariato cristinista y dedicar el ciento por ciento de su tiempo a las prosaicas cuestiones de los isopados, las medidas de higiene personal o al control de cumplimiento de las diferentes cuarentenas por lo que atraviesan escolares, viajeros o grupos de riesgo.

Es interesante concluir que, hasta que el panorama se aclare -sea hacia el apocalipsis o hacia la extinción de la amenaza- la política agonal ingresará en un momento de hibernación. Aunque nadie sepa a ciencia cierta si los temores globales que ha suscitado la pandemia se encuentran plenamente justificados (su tasa de mortalidad, por ahora, es muy baja y la cantidad de infectados a nivel mundial se encuentra lejos de competir con la virulencia de las pestes del pasado), todos prefieren guardar un cauto silencio. Juntos por el Cambio, la excluyente entente opositora, descarta convertirse en una piedra en el zapato para Alberto por la sencilla razón de que no puede quedar mal parada en el caso de un eventual éxito de las políticas sanitarias que se están implementando. Siempre habrá tiempo, si esto no ocurre, de atacar al adversario herido en el suelo. Por ahora es mejor mantener un cauto silencio y reclamar que esta prudencia es tributada como ofrenda al altar del interés general.
 


Si, por las razones que se imaginan, la obligada parálisis de la agenda política es bienvenida para la Casa Rosada, en el Centro Cívico cordobés no lo es menos, aunque por distintas razones. El presidente piensa aprovechar el Covid-19 para forzar una amnesia colectiva sobre la crisis económica que azota al país, mientras que el gobernador se propone utilizarla para posponer por un tiempo dos temas que lo desvelan. El primero, el conflicto instalado con el campo por la nueva suba en las retenciones agropecuarias; el segundo, la más que probable ralentización de la obra pública al compás de la recesión que no cede. El campo, recuérdese, es uno de sus principales valedores electorales y no puede defraudarlo aunque se encuentre en un momento de distensión con el peronismo nacional, en tanto que la obra pública es el gran motor de la legitimidad racional – instrumental de la que goza su administración y que corre peligro por las razones aludidas.

Estas situaciones no son por entero homologables al intendente de la ciudad de Córdoba. Tras un sugerente período de silencio al frente del Palacio 6 de Julio, Martín Llaryora había demostrado, en los últimos días, un súbito nervio por llevar adelante su gestión. No obstante, la actual coyuntura lo obligará a regresar al mutismo inicial o, cuanto menos, a sofrenar sus deseos de recuperar el tiempo perdido desde lo comunicacional. ¿Cómo competir con noticias que llegan desde los cuatro puntos cardinales y que se encuentran impregnadas de todos los condimentos necesarios para monopolizar toda la atención? Es una empresa que supera cualquier volición que pudiera tener el intendente.

Son limitantes duras, de hierro, que imponen una recoleta especulación. Pero esto no significa que ni Schiaretti ni Llaryora se auto impondrán una cuarentena domiciliaria y se dedicarán a comentar las medidas que tome Alberto por WhatsApp. Ambos tienen a su cargo importantes efectores de salud que serán exigidos al máximo si la crisis recrudece. Y, debe decirse, los aterra por igual cualquier sensación (real o ficticia) de colapso en sus respectivos sistemas sanitarios. A diferencia de la Nación, que sólo tiene hospitales en la ciudad de Buenos Aires, en el resto del país la salud pública se encuentra en manos de los estados subnacionales. Este es el verdadero peligro que entraña la ponzoña originada en Wuhan y que podría verificarse con efecto diferido en el distrito mediterráneo, en abril o mayo próximos. Gobernador e intendente cruzan los dedos, previo a desinfectarlos con alcohol en gel, para que el presidente, al menos en esto, acierte con sus designios.

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