A Alberto Fernández le llueven, literalmente, los motivos para mostrarse como un demócrata inequívoco y un incorruptible defensor de los derechos humanos. Pero no. No hay caso. Vive desaprovechando las oportunidades. Con toda el agua que ha pasado bajo el puente, es claro que el presidente argentino es, a estas alturas, un confeso admirador de los tiranos y sus tiranías.
Tómese el caso de Cuba. Cualquiera sabe que la isla vive bajo un totalitarismo comunista desde hace más de sesenta años y que, precisamente por ello, las condiciones de vida allí son deplorables. Pero, al menos hasta algunos días atrás, el régimen de La Habana gozaba de la inmunidad que le proporcionaba el progresismo internacional, siempre dispuesto a justificar los atropellos de las dictaduras de izquierda. Esto explica que, históricamente, las críticas internacionales hacia el estado de opresión en que vivían los cubanos procediesen, mayoritariamente, desde sectores políticos liberales o desde el socialismo light de los europeos.
Esto acaba de cambiar. La isla vive, en estos momentos, un estado de convulsión que presagia cambios importantes. Hay manifestaciones populares por doquier de gente que, por primera vez en décadas, se anima de pedir por el fin del comunismo. Muchos de los que protestan son de izquierda y, entre ellos, circula un himno desafiante: Patria y Vida, la antítesis del lema revolucionario Patria o Muerte que popularizara Fidel Castro.
El presidente Miguel Díaz Canel hizo lo que cualquier tirano cree que debe hacer: sofocar a los revoltosos con las fuerzas gubernamentales pero también con los militantes comunistas, convocados ad hoc para la represión. En una república esto sería totalmente inadmisible; no obstante, es un recurso absolutamente válido para quienes confunden sociedad y Estado. Las milicias paraoficiales suelen ser mucho más sangrientas que sus homólogos uniformados.
Los sucesos cubanos están, previsiblemente, concitando la atención internacional. Muchos imaginan que el final de la dictadura castrista está cerca. Por ello, gobernantes de todo el mundo se apresuran a condenar la violencia del régimen contra sus compatriotas, con la esperanza de sumar presión a una situación de por sí inestable y propiciar, ahora sí, el cambio de sistema político que condena a su población al hambre.
Entre este lote no se encuentra el Fernández, como ya es costumbre. El lunes, cuando arreciaban las protestas en varias ciudades cubanas, apeló a la excusa de que no sabía exactamente lo que estaba sucediendo y que, por tal razón, no podía opinar. Dejando de lado que es pueril argumentar algo semejante cuando Cancillería tiene expertos que podrían explicarle al detalle los acontecimientos en curso cuando él lo solicitase, es obvio que el presidente no tiene ninguna intención de sumarse a las voces que exigen democracia y respeto a los derechos humanos en Cuba. En su lugar, prefirió machacar sobre el vetusto asunto del bloqueo estadounidense, como si esto justificase los excesos que están teniendo lugar y sin que parezca ser un bloqueo demasiado riguroso. De hecho, Cuba comercia con todo el mundo, pero la mayor parte de recursos que ingresan a su maltrecha economía proviene de sus exiliados en Miami. Los números no mienten: según un informe del Havana Consulting Group (THCG) con sede en Florida, el envío de remesas en efectivo desde Estados Unidos a la isla entre 2008 y 2018 totalizó unos 30.000 millones de dólares.
Esto no debería sorprender a nadie. El gobierno argentino viene demostrando su predilección por los regímenes dictatoriales desde hace tiempo. Ya no condena al régimen de Nicolás Maduro (que el lunes secuestró a un diputado opositor y por poco lo logra con el presidente encargado Juan Guaidó), se abstiene frente los abusos del nicaragüense Daniel Ortega en contra de los opositores y la prensa libre de su país y participa de los festejos del Partido Comunista Chino, pretendiendo que se trata de una fuerza democrática que se encuentra en el poder gracias a elecciones libres. De paso, no pierde la oportunidad de expresar a Vladimir Putin -cuyas credenciales republicanas son cuestionables- la gratitud y amistad de la Argentina por la imaginada munificencia del Kremlin en la provisión de la Sputnik V al país.
A esta inclinación se le suma la inversa propensión a condenar a gobiernos republicanos cuando se ven impelidos a hacer cosas que Fernández considera repudiables. Cuando su par colombiano Iván Duque reprimió una serie de protestas a comienzos de mayo, el argentino tuiteó que observaba “con preocupación la represión desatada ante las protestas sociales ocurridas en Colombia”, instando al gobierno de Duque a que “en resguardo de los derechos humanos, cese la singular violencia institucional que se ha ejercido”. Dijo algo similar frente a las algaradas vividas en Chile en octubre del año pasado. Quejarse amargamente de las acciones en países en donde impera el estado de derecho y callar ante los atropellos de las dictaduras no es un doble rasero: se trata de una auténtica confesión sobre sus preferencias por los sistemas autoritarios antes que por los democráticos.
Muchos intentan racionalizar piadosamente esta incomprensible deriva presidencial. Sostienen que, en el fondo, Fernández no tiene capacidad de maniobra y que no puede desairar al Instituto Patria, la auténtica usina ideológica de su administración. Criticar las violaciones a los derechos humanos en Cuba, Nicaragua y Venezuela produciría un quiebre irreparable con Cristina que, inexorablemente, terminaría por profundizar la crisis política en la que se encuentra inmerso.
La explicación tal vez sea consistente, pero olvida lo central: Fernández llegó al poder por ser un moderado, no un ultraísta. Un moderado condenaría las cosas que él calla o que avala explícitamente. De una forma muy concreta, el presidente comente fraude contra buena parte de su propio electorado y se revela como una político amoral, sin las convicciones básicas que debería obedecer un mandatario ungido por el voto popular y que ejerce el poder en el marco de una constitución que consagra la división de poderes y las libertades cívicas.
Fernández recuerda a la posición de la dictadura argentina surgida tras el golpe de 1943 respecto a la segunda guerra mundial. Aquellos militares, entre los que se contaba Juan Domingo Perón, eran confesos admiradores de las potencias del eje. Como, por razones geopolíticas, no podían hacer otra cosa que aspirar a la victoria final de Alemania, Italia y Japón, adhirieron firmemente a la política de neutralidad como excusa para no colaborar con los Estados Unidos. Buenos Aires recién declaró la guerra a finales de marzo de 1945, presionado por la comunidad internacional y en las vísperas de la rendición alemana. En la actualidad, el gobierno del Frente de Todos se esconde en posiciones completamente ininteligibles para justificar su inacción frente a auténticas autocracias, lo que denota su clara preferencia por ellas y el amargo paralelismo con aquel antecedente de ignominia. Y, como siempre, a contramano de la historia.
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